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LA GUERRA JUSTA CONTRA LOS INDIOS (Sepúlveda)

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Prefacio

Si es justa ó injusta la guerra con que los Reyes de España y nuestros compatriotas han sometido y procuran someter á su dominación aquellas gentes bárbaras que habitan las tierras occidentales y australes, y á quienes la lengua española comunmente llama indios: y en qué razón de derecho puede fundarse el imperio sobre estas gentes, es gran cuestión, como sabes (Marqués ilustre), y en cuya resolución se aventuran cosas de mucho momento, cuales son la fama y justicia de tan grandes y religiosos Príncipes y la administración de innumerables gentes. No es de admirar, pues, que sobre estas materias se haya suscitado tan gran contienda, ya privadamente entre varones doctos, ya en pública disputa ante el gravísimo Consejo Real establecido para la gobernación de aquellos pueblos y regiones; Consejo que tú presides y gobiernas por designación del César Carlos, nuestro Rey y al mismo tiempo Emperador de romanos, que quiso premiar así tu sabiduría y raro entendimiento. En tanta discordia, pues, de pareceres entre los varones más prudentes y eruditos, meditando yo sobre el caso, hubieron devenirme á las mientes ciertos principios que pueden, á mi juicio, dirimir la controversia,y estimé que cuando tanto se ocupaban en este negocio público, no estaba bien que yo me abstuviera de tratarle, ni que yo solo continuase callado mientras los demás hablaban; especialmente cuando personas de grande autoridad me convidaban á que expusiese mi parecer por escrito, y acabase de declarar esta sentencia mía á la cual ellos habían parecido inclinarse cuando me la oyeron indicar en pocas palabras. Gustoso lo hice, y siguiendo el método socrático que en muchos lugares imitaron San Jerónimo y San Agustín, puse la cuestión en diálogo, comprendiendo en él las justas causas de la guerra en general y el recto modo de hacerla, y otras cuestiones no ajenas de mi propósito y muy dignas de ser conocidas. Este libro es el que te envío como prenda y testimonio de mi rendida voluntad y de la reverencia que de tiempo atrás tengo á tu persona, así portusexcelentes virtudes en todo género, como por tu condición humana y bondadosa. Recibirás, pues, este presente, exiguo en verdad, pero nacido de singular afición y buena voluntad hacia ti, y lo que importa más, acomodado en su materia al oficio é instituto que tú desempeñas. Porque habiéndote ejercitado tú por tiempo ya largo, y con universal aplauso, en públicos y honrosos cargos, ya de la toga, ya de la milicia, por voluntad y orden del César Carlos que tan conocidas tiene tu fidelidad y las condiciones que lo adornan así para tiempo de paz como para trances de guerra, es opinión de todo el mundo que en tu administración á nada has atendido tanto como á la justicia y á la religión, en las cuales se contiene la suma de todas las virtudes. Y como no puede preciarse de poseerlas quien ejerza imperio injusto sobre ninguna clase de gentes, ni quien sea en algún modo prefecto y ministro del príncipe que la ejerza, no dudo que hade serte grato este libro, en que con sólidas y evidentísimas razones se confirma y declara la justicia de nuestro imperio y de la administración confiada á ti: materia hasta ahora ambigua y obscura; y se explican muchas cosas que los grandes filósofos y teólogos han enseñado sobre el justo y recto ejercicio de la soberanía, fundándose ya en el derecho natural y común á todos, ya en los dogmas cristianos. Y como yo en otro diálogo que se titula Demócrates I, que escribí y publiqué para convencer á los herejes de nuestro tiempo que condenan toda guerra como prohibida por ley divina, dije algunas cosas tocantes á esta cuestión, poniéndolas en boca de los interlocutores que presenté disputando en Roma, me ha parecido conveniente hacer disertar á los mismos personajes en mi huerto, orillas del Pisuerga, para que repitiendo necesariamente algunas sentencias, pongan término y corona á la controversia que hemos emprendido sobre el derecho de guerra. Uno de estos interlocutores, el alemán Leopoldo, contagiado un tanto de los errores luteranos, comienza á hablar de esta manera.

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Personas: Demócrates, Leopoldo
 
(…)
 
DEMÓCRATES.-Por el contrario, me parecería cosa muy absurda, pues nada hay más contrario á la justicia distributiva que dar iguales derechos á cosas desiguales, y á los que son superiores en dignidad, en virtud y en méritos igualarlos con los inferiores, ya en ventajas personales, ya en honor, ya en comunidad de derecho. Esto es lo que el Aquiles de Homero decía como la mayor injuria á los legados del rey Agamemnón, y no con poco fundamento según Aristóteles lo confirma; es á saber: que daba iguales bienes y honores á los buenos y á los malos, á los esforzados y á los cobardes; lo cual se ha de evitar no sólo en los hombres tomados particularmente, sino también en la totalidad de las naciones, porque la varia condición de los hombres produce varias formas de gobierno y diversas especies de imperio justo. Á los hombres probos, humanos é inteligentes, les conviene el imperio civil, que es acomodado á hombres libres, ó el poder regio, que imita al paterno; á los bárbaros y á los que tienen poca discreción y humanidad les conviene el dominio heril y por eso no solamente los filósofos, sino también los teólogos más excelentes, na dudan en afirmar que hay algunas naciones á las cuales conviene el dominio heril más bien que el regio ó el civil; y esto lo fundan en dos razones: ó en que son siervos por naturaleza, como los que nacen en ciertas regiones y climas del mundo, ó en que por la depravación de las costumbres ó por otra causa, no pueden ser contenidos de otro modo dentro de los términos del deber. Una y otra causa concurren en estos bárbaros, todavía no bien pacificados. Tanta diferencia, pues, como la que hay entre pueblos libres y pueblos que por naturaleza son esclavos, otra tanta debe mediar entre el gobierno que se aplique á los españoles y el que se aplique á estos bárbaros: para los unos conviene el imperio regio, para los otros el heril. El imperio regio, como dicen los filósofos, es muy semejante á la administración doméstica, porque en cierto modo la casa viene á ser un reino, y viceversa, el reino es una administración doméstica de una ciudad y de una nación ó de muchas. Al modo, pues, que en una casa grande hay hijos y siervos, y mezclados con unos y otros, ministros ó criados de condición libre, y sobre todos ellos impera el justo y humano padre de familias, pero no del mismo modo ni con igual género de dominio, digo yo que á los españoles debe el rey óptimo y justo, si quiere, como debe, imitar á tal padre de familias, gobernarlos con imperio casi paternal; y á los bárbaros tratarlos como ministros ó servidores, pero de condición libre, con cierto imperio mixto y templado de heril y paternal, según su condición y según lo exijan los tiempos. Y cuando el tiempo mismo los vaya haciendo más humanos y florezca entre ellos la probidad de costumbres y la religión cristiana, se les deberá dar más libertad y tratarlos más dulcemente. Pero como esclavos no se los debe tratar nunca, á no ser á aquellos que por su maldad y perfidia, ó por su crueldad y pertinacia en el modo de hacer la guerra, se hayan hecho dignos de tal pena y calamidad. Por lo cual no me parece contrario á la justicia ni á la religión cristiana el repartir algunos de ellos por las ciudades ó por los campos á españoles honrados justos y prudentes, especialmente á aquellos que los han sometido á nuestra dominación, para que los eduquen en costumbres rectas y humanas, y procuren iniciarlos é imbuirlos en la religión cristiana, la cual no se trasmite por la fuerza, sino por los ejemplos y la persuasión, y en justo premio de esto se ayuden del trabajo de los indios para todos los usos, así necesarios como liberales, de la vida. «Todo operario es digno de su salario», dice Cristo en el Evangelio. Y San Pablo añade: «Si los gentiles se han hecho partícipes de las obras espirituales, deben también prestar su auxilio en las temporales.» Pero todos deben huir la crueldad y la avaricia, porque estos males bastan á convertir los imperios más justos en injustos y nefandos. Porque los reinos sin justicia (como clama San Agustín) no son reinos, sino latrocinios. Por eso aquel pirata, cuando Alejandro de Macedonia le increpaba: «¿Por qué tienes infestado el mar?», le respondió: «¿Y tú, por qué infestas la tierra? Porque yo hago mis robos en un pobre barco me llaman ladrón; á ti porque los haces con un gran ejército te llaman emperador.» Esto que se dice de los reinos tiene mucha más extensión y puede aplicarse a todos los imperios y prefecturas que son administradas injusta y cruelmente. Estos son los males que en primer término deben evitarse, como nos lo manda San Pablo cuando dice: «Vosotros, señores, haced lo que es justo y equitativo con vuestros siervos.» No hay ninguna razón de justicia y humanidad que prohiba, ni lo prohibe tampoco la filosofía cristiana, dominar á los mortales que están sujetos á nosotros, ni exigir los tributos que son justo galardón de los trabajos, y son tan necesarios para sostener á los príncipes, á los magistrados y á los soldados, ni que prohiba tener siervos, ni usar moderadamente del trabajo de los siervos, pero sí prohiben el imperar avara y cruelmente y el hacer intolerable la servidumbre, siendo así que la salud y el bienestar de los siervos debe mirarse como una parte del bienestar propio. El siervo, como declaran los filósofos, es como una parte animada de su dueño, aunque esté separada de él. Estos y otros semejantes crímenes los detestan no sólo los hombres religiosos, sino también los que son únicamente hombres buenos y humanos. Porque si, como dice San Pablo, «el que no tiene cuidado de los suyos niega la fe y es peor que los infieles», ¡cuánto peor y más detestable hemos de llamar á aquel que no solamente no se cuida de los que han sido confiados á él, sino que los atormenta y aniquila con exacciones intolerables ó con servidumbre injustísima ó con asiduos é intolerables trabajos, como dicen que en ciertas islas han hecho algunos con suma avaricia y crueldad? Un príncipe justo y religioso debe procurar por todos los medios posibles que tales enormidades no vuelvan á perpetrarse, no sea que por su negligencia en castigar ajenos delitos merezca infamia en este siglo y condenación eterna en el otro. Nada importa (como dice aquel pontífice) no ser castigado por pecados propios si ha de serlo por pecados ajenos, pues sin género de duda, tiene la misma culpa que el que comete el pecado el que puede corregirlo y no lo hace por negligencia. Y el papa San Dámaso escribe: «El que puede atajar las maquinaciones de los perversos y no lo hace, peca lo mismo que si favoreciera la impiedad.»



Resumiendo ahora en pocas palabras lo que siento, diré que á todos estos males hay que ponerles adecuado remedio para que no se defraude el justo premio á los que sean beneméritos de la república, y se ejerza sobre los pueblos dominados un imperio justo, clemente y humano, según la naturaleza y condición de ellos. En suma, un imperio tal como conviene á príncipes cristianos, acomodado no solamente á la utilidad del imperante, sino al bien de sus súbditos y á la libertad que cabe en su respectiva naturaleza y condición.


Juan Ginés de Sepúlveda
Demócrates segundo
o De las justas causas de la guerra contra
los indios
(traducción del latín por
Marcelino Menéndez y Pelayo)


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Para ir al texto completo

 
Para ir a
Juan Ginés de Sepúlveda y la guerra justa
en la Conquista de América
de Santiago Martínez Castilla
 



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