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EL CUENTO DESPUÉS DEL CUENTO (Gabriel García Márquez)


Clotilde Armenta, que es un personaje de mi novela más reciente, exclamó de pronto en alguna parte del libro: "¡Dios mío, qué solas estamos las mujeres en el mundo!". Rossana Rossanda, que es uno de los seres humanos más inteligentes que conozco, me pregunto en una entrevista de Prensa cómo había llegado yo a esa conclusión. "¿Desde cuándo lo sabes?", fue su pregunta concreta. Ningún periodista me había puesto a pensar tanto sobre el comportamiento de alguno de mis personajes. Sobre todo, ninguno como Rossana Rossanda en esa ocasión, me había obligado a pensar tan en serio sobre el papel de las mujeres en mis libros -y tal vez en mi vida-, que es algo de lo cual muchos críticos han hablado no sólo más de lo que deben, sino inclusive más de lo que saben.
El personaje de Clotilde Armenta, que no existió en la realidad, fue inventado por mí, de cuerpo entero, porque me hacía falta como contrapeso a Pura Vicario, la madre de la protagonista principal. El carácter de Clotilde Armenta lo fui construyendo a medida que lo escribía, de acuerdo con los meandros imprevistos del drama. Siempre tuve la impresión de que el crimen de la realidad no se pudo impedir porque en la vida real no existió una mujer como ella, y en algún momento tuve la intención de que, en efecto, lo impidiera en el libro. Sin embargo, a cada paso me daba cuenta de que lo único que ella podía hacer para impedirlo era solicitar la ayuda de otros, y casi siempre esos otros eran hombres. Era una realidad no sólo dentro de la ficción, sino dentro de las condiciones sociales del pueblo. En la culminación del drama, yo mismo descubrí, no sin cierto deslumbramiento, que era allí donde radicaba la impotencia de Clotilde Armenta para impedir el crimen. Entonces fue cuando exclamó: "¡Dios mío, qué solas estamos las mujeres en el mundo!". No lo dije yo. Lo dijo ella, aunque sea algo difícil de entender por alguien que no sea escritor. Sin embargo, creo que ella y yo lo descubrimos al mismo tiempo pero no lográbamos explicárnoslo. Fue eso lo que le contesté a Rossana rossanda para una entrevista que publicó hace pocos meses en su periódico, Il Manifesto, de Roma.
Uno de los primeros lectores del libro me dijo: "Esto no es más que un sucio asunto de mujeres". Otro me señaló que era un drama de jóvenes, pues, en realidad, ninguno de sus protagonistas era mayor de veinticinco años, y este lector creyó entender que el libro era una prueba de que fueron los prejuicios de los adultos los que determinaron la tragedia. En todo caso, mi convicción es que la participación de las mujeres fue decisiva en el drama, y esto corresponde a mi convicción de que el machismo es un producto cultural de las sociedades matriarcales. El personal que comandaba el drama desde las sombras era Pura Vicario, la madre de Ángela -cosa que no ocurrió, por cierto, en la realidad-, y no creo que lo hiciera por vocación, sino porque pensaba que la familia no sería capaz de sobrevivir al repudio social si sus hijos no lavaban la afrenta. Ángela vicario descubrió esa verdad mucho más tarde, en el hotel del puerto de Riohacha, cuando volvió a ver al esposo que la había repudiado y descubrió que lo amaba por encima de todo, y comprendió que la madre era la única responsable de la desgracia. Entonces la vio tal como era: "Una pobre mujer consagrada al culto de sus defectos". En todo caso, a mi modo de ver, lo que revela mejor la injusticia y la miseria de aquella sociedad es que la mujer más libre del pueblo, y en realidad la única libre, era María Alejandrina Cervantes, la puta grande.
Otro aspecto que le interesaba mucho a Rossana Rossanda era el ingrediente de la fatalidad en el drama. En realidad nunca me interesó la fatalidad como factor determinante. Lo que se parece a la fatalidad en la Crónica de una muerte anunciada no es más que un elemento mecánico de la narración. Tal como en el Edipo rey de Sófocles -aunque parezca extraño en una tragedia griega-, cuya esencia no es la fatalidad de los hechos sino el drama del hombre en la búsqueda de su identidad y su destino.
En mi novela, mi trabajo mayor fue descubrir y revelar la serie casi infinita de coincidencias minúsculas y encadenadas que dentro de una sociedad como la nuestra hicieron posible aquel crimen absurdo. Todo era evitable, y fue la conducta social, y no el fatum, lo que impidió evitarlo. Rossana Rossanda, no sólo estaba de acuerdo, sino que tal vez descifró la clave más inquietante. "Este no es el drama de la fatalidad", me dijo, "sino el drama de la responsabilidad". Más aún: el drama de la responsabilidad colectiva. Yo creo, incluso, que la novela termina por desprestigiar el mito de la fatalidad, puesto que trata de desmontarla en sus piezas primarias y demuestra que somos nosotros los únicos dueños de nuestro destino.
Todo esto me parece más evidente cada vez que evoco el día aciago en que ocurrieron los hechos en la realidad. Yo no fui testigo presencial, pero conocía muy bien el lugar y conocía muy bien a los protagonistas, que al fin y al cabo eran todos los habitantes del pueblo. Recuerdo que cuando conocí la noticia y sus pormenores, mi primera reacción fue de rabia, pues, por más que le daba vueltas y más vuelta, todo me parecía evitable. A partir de entonces, todos los testigos con quienes he seguido hablando se siguen preguntando cómo fue que ellos mismos no pudieron impedirlo, y en todos he encontrado tanta ansiedad por justificar sus actos de aquel día que he creído reconocer en esa ansiedad un cierto sentimiento de culpa. Yo creo que lo que los paralizó fue la creencia, consciente o inconsciente, de que aquel crimen ritual era un acto socialmente legítimo.
Las circunstancias en que Bayardo San Román volvió con la esposa repudiada no fueron tampoco las mismas que en el libro. Debo reconocer que en este caso la realidad fue más aleccionadora. Todo fue, al parecer, un rumor que circuló casi veinte años después entre los testigos. Según ese rumor, el marido había hecho toda clase de gestiones para volver con la esposa repudiada, y fue ella quien no quiso aceptarlo. Sin duda, el tiempo no había pasado con igual velocidad ni con igual intensidad para ella y para su marido. Pero lo que entonces me interesaba era que aquella tentativa de reconciliación -tal vez inventada por los propios testigos- se divulgó de inmediato entre los sobrevivientes y estos divulgaron el rumor como si fuera un hecho cumplido que los viejos esposos habían vuelto a reunirse y vivirían felices para siempre. Tal vez sentían que todos necesitábamos de esa reunificación, porque era como el final de la culpa colectiva, como si el desatre de que todos éramos culpables pudiera no sólo ser reparado sino borrado para siempre de la memoria social. Lo malo para todos es que siempre aparece un aguafista desperdigado cuya única función en el mundo es recordar lo que los otros olvidan.



Gabriel García Márquez
El País el miércoles 13 de octubre de 1982

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