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ALDECOA SE BURLA (Ignacio Aldecoa)



 

Cuando la vanidad está satisfecha y lo demuestra

se convierte en fatuidad.
BARBY D'AUREVILLY


Será la juventud lo que quiera.
Poquísimas veces es original.
CHESTERTON



Había viajado hasta el agotamiento. Tal vez cinco mil millas en veintitrés minutos. Seguramente sonaría la campana de un momento a otro. La mosca se posó en el dorso de su mano izquierda. Fue necesario que se explicase la involuntariedad de su acción. ¿No ocurre a veces que uno sorprende a su cabeza haciendo movimientos extraños? La mano que furtivamente había dejado el rayo de sol por la mosca no dependía de él. Había partido de golpe sin darle tiempo a soplar, sin poder ayudar al insecto, sin siquiera permitirle abrir un paréntesis, un oasis entre el largo viaje mental por el viejo atlas y su disposición de ánimo para el recreo. Pero ya era un hecho y miró en el tintero. La mosca estaba a punto de morir. Entonces la ayudó con la plumilla. La depositó en el rojo secante y la empujó suavemente. Sin levantar la cabeza murmuró:

- ¿Cuánto falta aún?

Alguien que tenía reloj respondió:

- Cuatro minutos. Hoy hay que elegir nuevo equipo porque vosotros tenéis demasiada ventaja. ¿Eh, Alde?

La mosca había andado un centímetro. Lo más parecido a una mosca mojada de tinta es un monito charlatán cuando hace frío y nadie se para a escuchar al terapeuta del Bálsamo Indo do Brazil y a echarle cacahuetes a su espeluznada atracción. Medio centímetro más y habría que sacrificarla de un arponazo. O mejor dejarla agonizante sobre la pista barnizada del pupitre, por si resucitaba como Lázaro y se quedaba dorada con el polvillo de la anilina.

Don Amadeo oía la salmodia de los ríos de la Península Ibérica moviendo la cabeza y pinchando, con la afilada punta de su lápiz, motas de caspa en las tapas de hule de su cuadernillo de anotaciones. ¿Cuál sería el segundo apellido de don Amadeo? No se sabía. Un profesor propiamente no tenía más que un nombre. El primer apellido le servía para firmar las calificaciones trimestrales. El segundo lo ocultaba celosamente. Si él, por ejemplo, se llamaba Ignacio Aldecoa Isasi lo tenía que poner en todos los ejercicios, como si se hubiese llamado Pedro Rodríguez Bustamante. ¡Qué cosas! El tenía catorce años, el profesor muchos; él era el señor Aldecoa para el profesor, y para él el profesor era don Amadeo; pero el profesor sabía sus dos apellidos y él no sabía más que uno del profesor y nunca se hubiera atrevido a llamarle don Amadeo Echecalde, porque hubiese sido como ofenderle.

El compañero encargado de tocar la campana se levantó de su asiento y se fue acompañado de un suspiro colectivo a pedir permiso a don Amadeo para bajar al patio. Al verlo acercarse don Amadeo hizo una inclinación de cabeza dando su conformidad. Llevaba ya un cuarto de hora con ganas de fumar y deseaba que fuese la hora para irse al estudio de profesores a echar un cigarrillo con su amigo don Fulgencio. Lo sabían todos en la clase; por eso Aldecoa se sonrió mirando a don Amadeo, y don Amadeo se percató de la sonrisa e hizo un ademán al que recitaba los afluentes del Tajo por la derecha, para que se callase.

- ¿De qué se ríe usted, señor Aldecoa? - preguntó furiosamente.

Aquél no era un señor de ordenanza, era un señor sarcástico y rabioso, un señor para echarse a temblar. Aldecoa se levantó a responder:

- De nada, don Amadeo.
- ¿De nada? - preguntó con acritud don Amadeo -. ¿Es que me quiere decir usted que se ríe de nada? ¿Es usted tonto? ¿No lo es? Claro que no lo es. Usted lleva mucho tiempo burlándose de mí, y de mí no se burla... - se calló a tiempo -. Usted se burla demasiado y al que se burla demasiado ya sé yo cómo arreglarlo - hizo una pausa -. ¿De qué se reía usted?

Don Amadeo quería a toda costa que sus castigos tuvieran cierto aire legal. No se podía castigar a un muchacho porque se sonriese tontamente; se le llamaba tonto, y adelante; pero aquel Aldecoa no se reía tontamente, se reía malignamente.

El muchacho fijó los ojos en la nuca del compañero del pupitre anterior al suyo, que era el único que no se había vuelto a mirarle. No se hubiera vuelto aunque a sus espaldas hubiese sucedido una maravillosa invasión de chicas del colegio femenino cercano, que era lo que estaba pensando un momento antes de que don Amadeo se tornase iracundo. Volverse en aquellas condiciones era hacerse un poco copartícipe de la burla de Aldecoa y de su riesgo.

- Es que éste - señaló Aldecoa con el dedo la nuca temerosa - tenía en el cuello algo que hacía sonreír.

La campana del patio daba un sonido muy alegre. Sobre los cristales de alguna ventana las hojas de los castaños de Indias movilizaban sus sombras. De los pasillos llegaba el rebullir de los colegiales que se trasladaban a los estudios. Los compañeros se sentían inquietos. Aldecoa les estaba robando minutos de recreo. El compañerismo prohibía armar un escándalo como aquél en lo que ya era recreo. Aldecoa había tenido una hora completa para hostigar con sus sonrisas a don Amadeo y se le ocurría hacerlo en el preciso momento en que la clase terminaba. Don Amadeo sentía que su distribución del tiempo, de la media hora de recreo, le había fallado. Tenía que continuar.

- No tengo ninguna prisa - dijo -. Usted, señor Aldecoa, dirá cuando quiera de qué se reía. A mí me da lo mismo estar aquí un cuarto de hora que todo el recreo. Sus compañeros son los que van a perder por usted - y añadió cruelmente -: Cuando se es un hombre resulta que el valor es la primera virtud, ¿no es verdad?

Aldecoa sintió un escalofrío. Calculó su valor. Se estaban poniendo las cosas muy mal. Los primeros de la clase le miraban con desprecio. Ellos no solían jugar en el recreo, de modo que no comprendía por qué se preocupaban. Los primeros nunca juegan en los recreos; pasean con los profesores hablando de temas importantes, procurando hacerse los listos y los simpáticos, atendiendo a las aburridas bromas de los prefectos. Aldecoa comprobó que aquella tarde no andaba bien de valor. Si hubiera estado como otras veces... Pero ¡todo el mundo tiene una mala tarde!

Habían pasado siete minutos desde el toque de campana. Don Amadeo, por hacer algo, seguía preguntando afluentes. De vez en vez se dirigía al muchacho:

- Cuando usted quiera.

Aldecoa miraba sus sucias botas. Una de ellas, con la suela despegada de equivocar la pelota y las piedras, sonreía ampliamente. Menudo cobarde le debía parecer el sucio, el orejudo, el atemorizado Aldecoa.

- ¿Quién habla ahí? - gritó don Amadeo -. De manera que usted, encima de fastidiarnos a todos, encima de comportarse como un caballero sin honor, todavía hace bromas, continúa burlándose. Bien. Durante siete domingos vendrá por las tardes castigado de cuatro a ocho. Durante cuatro semanas saldrá del colegio una hora después que sus compañeros y me copiará mil quinientas veces con una hermosa caligrafía lo siguiente... Tome nota: Me gusta burlarme y no soy un caballero, punto. Los que no son caballeros pertenecen al arroyo, punto. El arroyo es, por tanto, el lugar más adecuado para mí, punto final.

Aldecoa tomó fielmente nota del silogismo y comenzó a calcularlo en Bárbara. De pronto se sonrió involuntariamente. Don Amadeo no le quitaba ojo. Habían pasado diez minutos. Algunos compañeros daban el recreo por totalmente perdido y dibujaban filosóficamente muñecos descarnados en las márgenes de las páginas de los libros. Los primeros de la clase movían las cabezas como asintiendo a lo que decía don Amadeo.

- Evidentemente - dijo el profesor - no es cosa que yo pueda arreglar. Considere usted que aparte de esto que antes le he dicho, iremos a ver al señor director para que él tome las medidas oportunas. Recapacite y verá que si bien usted reacciona como una gaviota y no le moja lo que se le dice, sus asuntos pueden empeorar de tal manera que se vea, acaso, con el curso pendiente de un hilo. Perder un curso puede que no signifique nada para usted, pero sus padres, que no tienen culpa del carácter de usted, supongo, y creo suponer bien, que opinarán de otra forma. ¿No es así?

Siempre que estaba mucho de pie y quieto le dolían las plantas. Descansó sobre la pierna derecha y alzó levemente el pie izquierdo. Se propuso contestar a lo que le había preguntado don Amadeo. Se decidió.

- Don Amadeo - dijo titubeante -, yo me reía de que usted fuma en los recreos en...

Don Amadeo serenamente le interrumpió:

- Ya no me interesa de qué se reía usted al principio. Ahora me interesa saber de qué se ríe usted frecuentemente. ¿Se ríe usted del colegio? ¿Se ríe usted de sus compañeros? ¿Se ríe usted de todos los profesores, uno por uno? ¿Se ríe usted de la patria, de lo que la patria le da para que se haga usted un hombre de provecho, un hombre útil a la nación?

Faltaban siete minutos para que acabase el recreo. Quedaban pocos compañeros de Aldecoa que mantuvieran algún rencor. El recreo ya no tenía remedio y el duelo entre el profesor y el alumno se estaba complicando de una manera agradable. Se habían equivocado. No era un altercado vulgar con castigos molestos pero poco importantes. Parecía que de allí iba a segregarse una expulsión en toda la regla. Aldecoa se había burlado de todo, de TODO con mayúsculas. Si hubiera tenido siete años más hubiera sido causa de fusilamiento instantáneo, pero en aquellas circunstancias se podía esperar muy fundadamente la pérdida de curso o la expulsión del colegio.

Los primeros de la clase comenzaban a mirarle con pena. Los mediocres con indiferencia: eran los más egoístas. Los compañeros con los que disputaba los últimos puestos eran ya, lo notaba, solidarios suyos.

Don Amadeo miraba su libreta de notas donde hacía rápidas apuntaciones. En la clase había como un felino recogerse de los alumnos; los unos con cierto mimo para sus personas; los otros con una preparación de salto y de esperanza.

Sonó la campana por primera vez. Algún compañero ocasional la había tañido al notar el prefecto la ausencia del compañero de Aldecoa, que estaba allí tras de su regreso, olvidado de sus funciones, mirándole con unos ojos muy abiertos mientras se rascaba unas pupas en la frente.

Don Amadeo cerró la libreta de anotaciones y colocó las manos sobre ella.

- Ordenadamente - dijo - pueden bajar al patio a hacer sus necesidades. Usted, Aldecoa, se queda.

La clase se despobló en un momento. Quedaron los dos solos.

- He pensado - explicó don Amadeo - hacer con usted un escarmiento ejemplar. Me resisto a creer que usted sea tan mala persona como aparenta. Estoy por decir que confiaba que usted abandonase alguna vez su - ironizó - tan querido último puesto. Por tanto...

Aldecoa iba ganando valor. Lo sentía ascender por las venas, por los nervios. Podía medirse con don Amadeo.

 - Por tanto, considérese suspendido en mis asignaturas - añadió levantándose del asiento y dirigiéndose hacia la puerta -. Necesitará puntuar mucho en otras disciplinas para poder salvar el curso.

Don Amadeo se encontraba al lado de la puerta. Aldecoa se sonrió y dijo con voz clara:

- Muchas gracias, don Amadeo.

Don Amadeo le miró por encima del hombro. Había abierto la puerta. Habló recreándose en la palabra:

- Gol fe te.

Y dio un portazo. Aldecoa miró al suelo e hizo pasar su suela despegada, doblándola en una desmandibulada risa sobre la sucia tarima.

Sonaba otra vez la campana. El recreo había terminado. En los patios se hizo el silencio. Por los pasillos había un rumoreo de arroyo. 



Ignacio Aldecoa
Aldecoa se burla, 1955
(De La tierra de nadie y otros relatos

-BBS  RTV-)


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y otros cuentos
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Relación de cuentos contenidos
en la edición de RTV:

La tierra de nadie
Aldecoa se burla
"Chico de Madrid"
Seguir de pobres
Hasta que llegan las doce
Un cuento de Reyes
"Young Sánchez"
La despedida
Patio de armas
Los pozos
Los pájaros de Baden-Baden
Un corazón humilde y fatigado
La noche de los grandes peces
El silbo de la lechuza
Fuera de juego.

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