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INNOVACIÓN Y TÉCNICAS NARRATIVAS EN "TIEMPO DE SILENCIO" (Manuel Pulido Azpíroz)

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En 1962 hace su aparición la novela que, finalmente, emplea sin reparos las técnicas narrativas de Joyce, Faulkner y Proust, y rompe con el monocorde realismo vigente de la posguerra literaria española: Tiempo de silencio. Así fue percibido muy pronto por la crítica y los escritores de entonces; tal como afirmó Antonio Vilanova: “Frente al crecimiento predominante de la técnica del realismo objetivo […], el extremado subjetivismo de la novela de Martín-Santos representa una actitud enteramente nueva.” (Santa Cecilia 253) Pues, en efecto, supone esta obra un punto de inflexión y un cambio frente a la corriente behaviorista predominante.

A diferencia de lo que pudiera observarse en algún género más favorecido, como la poesía –en la que influye, entre otros, T. S. Eliot, uno de los autores más seguidos de la posguerra, que según García Lora comparte con Joyce “la curvatura del tiempo: la coexistencia del pasado y del futuro en el presente” (Santa Cecilia 344) –, en la novela la influencia de las corrientes renovadoras del extranjero fue lenta y dificultosa. No obstante, si bien la implantación de Joyce en España es tardía, ya para finales de la década de 1940 habría dejado de pertenecer, en exclusiva, al ámbito de una élite reducida y atenta a las novedades. Así puede observarse una tímida innovación en algunos de los premios Nadal de estos años –Suárez Carreño (1949), Romero (1951) y Alcántara (1954)-, si bien en muchos de ellos se trata de una creación aislada o pronto truncada. Algo parecido ocurre con el que puede considerarse el mayor novelista de la década, Rafael Sánchez-Ferlosio, ganador de la edición de 1955 con El Jarama. Se emplea en ella el diálogo como forma exclusiva, dejando de lado la introspección y cualquier tipo de intervención analítica. La “novela antinovelesca”, como ha sido llamada, da un paso más en lo que define Vilanova como “el principio orteguiano de no describir y usar sólo el diálogo y la acción que ha impuesto entre nosotros el extraordinario genio narrativo de Camilo José Cela en su obra maestra La Colmena” (Santa Cecilia 256). En esta novela-día –como el Ulises de Joyce-, el protagonista es el tiempo, volcándose por completo hacia lo exterior y dejando de lado toda interioridad. El diálogo es el dato externo que permite al autor toda interpretación que vaya más allá.

En este contexto, Tiempo de silencio supone un paso más, decisivo en la asunción de las técnicas revolucionarias de Joyce, extendidas entre los autores norteamericanos; y su uso de la corriente de conciencia surge, además, como una oposición importante a los planteamientos objetivistas imperantes en esos últimos años. En ella se percibe también la huella de otros novelistas extranjeros, como Camus, “en cuanto al absurdo de muchas situaciones y a esa fuerza ciega de los hechos que empuja a los personajes”, o en opinión de Eoff y Schraibman, por “la rebeldía de los protagonistas y la confusión final” (Santa Cecilia 350). En este sentido, Luis Martín-Santos es el renovador que aporta una técnica y estilo conocidos pero desusados en la novela española hasta 1962. Más aún, para otros, es el vínculo entre la generación del 98 y figuras como Joyce y Faulkner.

Dado el bajo nivel de innovación entre los autores de la posguerra, que acabo de señalar, la novela de los años 20 supone el último referente de alta calidad y renovación en el momento en que se escribe Tiempo de silencio; de hecho, la influencia de los escritores modernistas puede rastrearse a lo largo de toda la novela. Se han apuntado múltiples relaciones de Tiempo de silencio con autores como Baroja (El árbol de la ciencia), con quien ya Fernando Morán advertía una relación temática -en cuanto a la “incapacidad ibérica para la ciencia” (Longhurst 279)-, así como en algunos ambientes, como el de la pensión. Asimismo puede hablarse de escenarios y motivos en común con Troteras y danzaderas o con Tinieblas en las cumbres de R. Pérez de Ayala (cfr. Thomas Franz, “From Baroja and Ayala”). Longhurst señala calcos y reminiscencias de esta última novela en las escenas prostibularias de Tiempo de silencio, además de la clara coincidencia en “el ambiente burlesco [...], la borrachera de los hombres, los chistes procaces, y el uso de un lenguaje absurdamente erudito” (288). El mismo lenguaje médico (propio también de Baroja), y la aplicación de términos médicos a la realidad entronca, del mismo modo, con autores regeneracionistas “que veían en España un cuerpo enfermizo requerido de una terapéutica” o una operación como la que realiza Pedro, al ejercer de cirujano de una Florita violada por su padre (296).

Por otro lado, la profesora Jo Labanyi ve la novela como una respuesta y superación del pesimismo del 98. Labanyi considera, basándose en el discurso del propio Martín-Santos titulado “Baroja-Unamuno”, y siguiendo de cerca al hispanista Herbert Ramsden, que Tiempo de silencio es una respuesta al supuesto determinismo decimonónico de los escritores del 98; Longhurst, por su parte, rechaza esa oposición y habla de “homenaje”; pues si bien reconoce que Martín-Santos trata en ocasiones de “ocultar”, curiosamente, la influencia de unos escritores cuya falta de iniciativa política criticó –siendo él mismo militante socialista, encarcelado en más de una ocasión-, distingue en la novela reminiscencias atribuibles “a textos específicos” y pasajes que se inspiran “en las ideas y la praxis que caracterizaron a la literatura de los escritores del 98”. Tan grande considera su deuda, que llega a afirmar: “lo que sí parece claro es que sin el texto de Baroja no hubiera existido el de Martín-Santos”. (283) Tiempo de silencio supone, además, un giro hacia el “subjetivismo crítico y desesperanzado de los escritores de principios de[l] siglo [XX]” (281), por la separación consciente del rumbo de las convenciones realistas inmediatamente anteriores. La experimentación y la vuelta a una percepción subjetiva de la realidad -características del modernismo-, vinculan la obra a las de autores como Unamuno, Baroja y Pérez de Ayala

Hay, en suma, algunos factores destacados que hacen de Tiempo de silencio la obra diferenciada en la novela de posguerra, más en consonancia con los escritores de comienzo de siglo que con sus contemporáneos y bajo el influjo directo de Joyce, y otros autores extranjeros.

En las páginas siguientes analizaremos los aspectos más relevantes en la innovación formal que aporta Martín-Santos, centrándonos en las complejidades del narrador, las distintas técnicas que conforman la corriente de conciencia, la poética del autor, etc. En esta última subyace el realismo dialéctico, pieza fundamental de la poética martinsantiniana.

El realismo dialéctico

J. L. Suárez Granda examina, en una ponencia centrada en la poética de Tiempo de silencio (1990), el origen del realismo dialéctico en Martín-Santos y su función como herramienta de profundización en la realidad; un planteamiento realista que lo diferencia del imperante entre los demás autores de novela social. Como prestigioso psiquiatra, las bases parecen aplicarse desde el psicoanálisis existencialista de algunos de sus artículos, como “La psicoterapia como proceso dialéctico”. En él se establece una equivalencia multidisciplinar entre naturalismo narrativo y realismo dialéctico; idealismo psicoanalítico y psicoanálisis dialéctico; mecanicismo histórico y ciencia histórica dialéctica.

Como explicó el propio Martín-Santos, la dialéctica se opone al idealismo y al análisis mecánico, y va sin embargo asociada a la novedad: “Algo nuevo significa algo no explicable por simples relaciones de causalidad entre los agentes actuantes […]” (Suárez Granda 1990, 30). Así es como se rompe con las relaciones tradicionales de causa-efecto de la narración, que sin embargo no es una innovación total –como advertíamos antes- sino la formulación teórica de una técnica ya empleada por los autores norteamericanos. En la misma secuencia inicial de la novela se percibe la innovación rupturista de estilo que introduce la novela, que evita explicitar las relaciones lógicas en la realidad:

Sonaba el teléfono y he oído el timbre. He cogido el aparato. No me he enterado bien. He dejado el teléfono. He dicho: “Amador”. Ha venido con sus gruesos labios y ha cogido el teléfono (Tiempo de silencio 57)

Este tipo de procesos implican, claro está, la participación del receptor, y un conocimiento desde dentro, no meramente externo de espectador. La implicación es fundamental en la concienciación y la revisión de la realidad que se busca alcanzar. Dicha revisión implica el ya mencionado alejamiento del idealismo y las respuestas reflejas, asertivas respecto al mundo. Martín-Santos lo expresa mediante una comparación:

El modo como el historiador idealista consigue ajustar el proceso real de las cosas y de los hombres a su proceso ideal, no es otro que el sistema del lecho de Procusto […]

Así mutilada, la realidad se pliega dócilmente a la idea. […] Los nuevos estadios se alcanzan únicamente a partir de las contradicciones dinámicas que se yuxtaponen en una nueva totalidad, no necesariamente positiva desde el punto de vista real. (Suárez Granda 30)

En el narrador de Tiempo de silencio –del que hablaremos por extenso más tarde- señala Jo Labanyi una conexión con la “posición ambigua” que Martín-Santos recomienda para el psicoanalista en el proceso de curación (1985, 156). En la misma dirección, el narrador refleja “una falta de maniqueísmo y la firme creencia de que no hay personajes planos” (Suárez Granda 1990, 31). Esto es, una consideración real del hombre y una voluntad de conocer la realidad como es, fuera de etiquetas radicales de lo que es bueno y malo. Esa tarea de llegar al fondo no se consigue, en la visión martinsantiniana, con el mero uso de datos. Los datos deben ser interpretados. De ahí la calidad de comentador del narrador, que aquí sólo adelantamos, y la implicación decisiva del lector para aportar lo que no se dice. A este respecto, describe María-Elena Bravo lo que supone el planteamiento dialéctico como diferenciación de los autores realistas hasta la fecha:

Tiempo de silencio es para Martín-Santos un ejercicio dialéctico que, dirigiéndose muy especialmente a la reacción del lector, busca despertar la concienciación que sus compañeros pretendían alumbrar por medio del arte comprometido. (en Suárez Granda 1990, 34)

Por último, el empleo sistemático de la ironía es, según observa Suárez Granda, la mejor muestra de la dialéctica que se establece en el realismo. El realismo, como antitético por definición del idealismo, lo combate mediante tres procedimientos: el oxímoron, las realidades colaterales y las latentes. El oxímoron impone la tensión en el lenguaje, en el que el lector ha de buscar el equilibrio; la realidad ambivalente es una consecuencia del primero y de la paradoja, para los que se dan algunos ejemplos como “familia protectora y oprimente” (Tds 41), etc.; las realidades latentes se expresan como posibilidades no realizadas creando, a mi modo de ver, una tensión entre realidad y la posibilidad de cambio. Granda da como ejemplo el siguiente fragmento:

No pudieron organizar una comida servida por criados de librea (o al menos por camareros de smoking). […] Así que dispusieron una sana merienda española con chocolate espeso y humeante. (Tds 308-309)

Así es que lo posible, por contraposición con la realidad mediocre, se plantea en la obra como la meta que se ha de alcanzar, bien sea con una oposición explícita como en este caso o, en muchos otros, mediante la presentación de la realidad negativa y la ocultación de lo positivo, patente por su ausencia.

La corriente de conciencia

Antes incluso de analizar las manifestaciones del flujo o corriente de conciencia (traducción literal del término en inglés stream of consciousness) en la novela, creo necesaria una desambiguación del término y del significado con que lo usaré en adelante. Son dos puntos los que requieren una aclaración: en primer lugar, el flujo de conciencia (como se denomina en español) como concepto distinto al monólogo interior, del que suele ser sinónimo; en segundo lugar, el problema de si se ha de considerar una técnica narrativa, o bien entenderse como un tipo de novela que profundiza en la exploración de la conciencia a través de diversas técnicas (entre ellas la ya dicha).

De acuerdo con esta consideración de exploración de lo subjetivo, hay que atender a tres nombres clave que están en sus orígenes: el de William James, en su aportación psicológica; el de Henri Bergson, en el aspecto filosófico, a quien se debe la distinción del tiempo externo cronológico y el interno psicológico; y por último Sigmund Freud, cuya difusión de la libre asociación de ideas juega un papel destacado en la corriente de conciencia, si bien la base última de ésta se encuentra en Locke.

Es también uno de los puntos que merecen nombrarse en cuanto a la corriente de conciencia el del tiempo en relación con lo subjetivo. Baste aclarar, por ahora, que no existe una delimitación que aísle la experiencia presente de la pasada; explicado en palabras de Burunat,

nuestro pasado permanece siempre en la conciencia individual y espera la oportunidad de salir a la superficie cuando se presenta el encuentro con un objeto externo que produzca una reminiscencia dada (Morales Ladrón 244).

El mismo Martín-Santos expresó su propia concepción del tiempo, que no era lineal ni cíclica sino, de acuerdo con su concepción dialéctica, regresiva y progresiva, abarcando más de un sentido.

No obstante, conviene aclarar cuanto antes el empleo del flujo de conciencia como tipo de novela. Es cierto que, en un principio, la denominación se convirtió en un término cómodo para describir cualquier novela modernista de fuerte carácter introspectivo. Al especificarse como técnica concreta se situó junto a otras como el monólogo interior y el soliloquio. Así hace Edward Bowling en “What is the stream of consciousness technique?” Otros, como Wellek y Warren, entrando en una concepción más amplia, lo consideran un tipo de escritura o un recurso dramático que trata de mostrar, de una manera aproximada aunque literaria -y por tanto irreal-, el interior de la mente y sus procesos mentales (ver Morales Ladrón 246-247).

Aquí, no obstante, siguiendo y profundizando esta última línea, prefiero adherirme a la opinión de Robert Humphrey (Stream of Consciousness in the Modern Novel, 1954), quien concluye que el flujo de conciencia debe emplearse para referirse a un tipo de novela tal y como la entienden un número de autores (Richardson, Joyce, Wolf, Faulkner) y no sólo como una técnica narrativa. Propone definirla como “a type of fiction in which the basic emphasis is placed on exploration of the prespeech levels of consciousness for the purpose, primarily, of revealing the psychic being of the characters” (Morales Ladrón 249).

De este modo, las novelas de flujo de conciencia utilizan cuatro técnicas principales: el monólogo interior directo, el indirecto, el soliloquio y la descripción omnisciente; a éstas se unen recursos literarios varios, en especial tres: la ya mencionada de la libre asociación de ideas, la técnica cinematográfica y la técnica mecánica. Hechas ya estas aclaraciones y la introducción del término, estamos en condiciones de analizar las manifestaciones propias del flujo de conciencia que marcan el carácter innovador de Tiempo de silencio.

a) el monólogo interior directo e indirecto

El monólogo interior directo consiste en una transcripción en primera persona de los pensamientos del protagonista, sin que intervenga en ningún caso el narrador, ni haya un interlocutor ni aun siquiera una audiencia. Esto provoca incoherencias, interrupciones, y todo tipo de asociaciones cuya conexión no se hace explícita.

Frente a los autores del 98, en el plano formal Martín-Santos da un paso cualitativo del soliloquio –cuyas características se especifican en el apartado siguiente- al monólogo interior. Aporta a la novela española lo que, de acuerdo con la definición dada de Humphrey, puede traducirse como nivel “pre-discursivo” del lenguaje (“prespeech levels”).

En Tiempo de silencio, Pedro es el único personaje en el que se encuentra el monólogo interior directo, y en muy contadas ocasiones. Ciertamente, a diferencia de otras novelas de flujo de conciencia, el grado de “irracionalidad” –entendiendo por ello el pensamiento que no está lógicamente estructurado– y de incoherencia en el discurso es moderado.

Como advierte M. Morales, los monólogos interiores directos en la novela son tres y “aparecen estratégicamente al principio, en medio y al final de la novela.” (278) El primero de ellos es el arriba citado en el apartado 2 a propósito del realismo dialéctico, que se extiende a lo largo de las primeras páginas. Es, asimismo, el más comprensible, ya que irán ganando en incoherencia conforme el personaje evolucione y atraviese los episodios más complicados. De hecho, los tres monólogos se corresponden con momentos decisivos para Pedro –muy especialmente el segundo y el tercero-. En cada uno de ellos hay un tema central: así pues, en este primero, sus aspiraciones profesionales como investigador y la escasez de medios son el leitmotiv.

En ausencia de toda intervención de la voz del narrador, el registro es el propio del personaje. Su lenguaje está definido por la profusión de tecnicismos, así como algunos latinismos, lo cual remite al personaje aún desconocido a una clase social y entorno concretos, de donde ya adquirimos algunos datos. La sintaxis, igual que el léxico, es especialmente compleja, si bien perfectamente coherente y correcta; otros recursos, como la técnica mecánica en que nos detendremos más adelante, lo hacen comprensible a pesar de su enrevesamiento.

El segundo de los monólogos denota un grado de presión psicológica mucho mayor. En este caso, el sentimiento predominante no es la ambición, como podría ser en el primero, sino la angustia, causada por el tema de la privación de la libertad. Pedro entreteje la descripción del lugar en el que se encuentra, la prisión, con la de sus propios sentimientos y el razonamiento entrecortado por la angustia. Mediante el monólogo interior directo, presenciamos, sin mediadores, al individuo en su reacción frente al absurdo.

Tras una serie de acontecimientos en los que ha sido guiado e involucrado sin clara conciencia, se encuentra ahora en una situación que no podía prever.

Yoga. Estar tendido quieto. Tocar la pared despacio con una mano. Relax. Dominar la angustia. Pensar despacio. […] No se está tan mal. No se está tan mal. Para qué pensar. No hay más que estar quieto. No pensar en nada. […] No pensar. No pensar. No pensar. Lo que ha ocurrido, ha ocurrido. No pensar. No pensar tanto. Quedarse quieto. Apoyar la cabeza aquí. (Tds 263-265)

El estilo es claramente distinto: frases impersonales en infinitivo; brevedad, que equivale a un pensamiento entrecortado, y que contrasta claramente con la sintaxis compleja y las frases largas del comienzo de la novela; repetición constante, etc. Frente a la intelectualidad del monólogo en el laboratorio, de corte cientificista, aquí se da una negación de la razón subrayada por la repetición del imperativo impersonalizado “no pensar.” El motivo por el que intenta suprimir la racionalidad es claro, considerando la observación de M. Morales, de que la pregunta “¿Por qué fui?” provoca “el desdoblamiento del yo en tú” (279). Así es que el monólogo puede dividirse, según creo, en una primera parte de negación del pensamiento, y en la autoinculpación que trata de evitar al contestar a la pregunta que explica su situación actual. Pedro es incapaz de negar su propia conciencia ante los actos y la vida, y asume la responsabilidad y la culpa en los actos que cometió; el absurdo reside en el entorno, en la fuerza colectiva de quienes lo involucraron y acusaron de una muerte ya perpetrada por el Muecas, y en la incapacidad de revelarse como inocente ante una acusación injusta pero verosímil incluso para él, dentro de su perplejidad.

El completo desorden mental se manifiesta en el tercero de los monólogos, fin de la novela. En él la nota imperante es la derrota de Pedro, y la decepción ante su propia reacción. La indignación ante su propia resignación, ante la falta de desesperación tras el mundo que deja atrás y su condición de rechazado le dan la respuesta de su actitud: la que corresponde, precisamente, a un tiempo de silencio, de sorda podredumbre social y de fracaso absoluto en la comunicación. En él se da la clave, asimismo, al hecho de que las técnicas se vuelquen hacia el interior del personaje, porque hacia fuera no puede expresarse nada. Precisamente había de ser en un monólogo interior como se nos diera la clave interpretativa última –que ya acompaña desde el título-, ya que la verdad ha de expresarse desde dentro, y se conoce, con muda desesperación, desde dentro.

En el monólogo interior indirecto, a diferencia del anterior, un narrador omnisciente refiere los pensamientos de los personajes tal como habrían de suceder en su mente, y además interviene ya sea comentándolos, interpretándolos, etc. (Morales Ladrón 282). Esta técnica, como la anterior, vuelve a emplearse en varios momentos en que la perspectiva del personaje adquiere especial importancia. Uno de ellos es aquél en el que Pedro reflexiona sobre sus sentimientos de vergüenza e incluso arrepentimiento, tras el encuentro nocturno con Dorita:

Echó el cerrojo. Está solo. Una alegría de varón triunfante le invadió un momento y se encontró como un gallo encaramado en lo alto de una tapia que lanza su kikirikí estridente contra los animales sin alas que circulan allá abajo, alrededor, y que le miran con ojos burlones: el gato, el zorro, la raposa. ¿Ese kikirikí qué dice? ¡Pero si estoy borracho! ¿Y ella? (Tds 170)

En ese mismo pasaje se da una parodia de los rituales de purificación, una suerte de bautismo que a su vez es recreado por Joyce en Finnegan’s Wake (ver Rey 2005, 172):

Agradable este agua al amanecer. Despeja la cabeza. Todo lo que estaba dilatado se contrae. La borrachera desaparece. La frente vuelve a ser frente y no ariete-arma-testuz que ataca. Agua fría. Remedios primitivos: la telaraña en la herida, la sábana entre las piernas, la saliva en el mordisco […], el bautizo, la resurrección del muerto… (Tds 171-72)

Dado que el registro de Pedro es de un tono elevado, tal como ya se ha podido ver, resulta a veces difícil delimitar en el monólogo indirecto cuándo es su voz la que habla y cuándo son las interpretaciones del narrador, de un cariz muy semejante. Tal vez por este motivo se ha llegado, incluso, a sugerir que ambas voces son la misma, y que Pedro es el narrador de la novela; sin embargo, el mero hecho de que hablemos aquí de dos voces distintas muestra la invalidez de esta tesis.

b) el soliloquio

Lo característico del soliloquio frente a las técnicas anteriores, es la presuposición de una audiencia a la que se dirige el discurso. Este hecho hace que, a pesar de la ausencia de un narrador, el texto esté organizado y sea coherente. Sin embargo el soliloquio, a diferencia de lo dicho a propósito del monólogo, no supone una innovación absoluta en la novela española del s. XX.

En el momento en que escribe Martín-Santos, la novela modernista española supone el referente inmediato para esta técnica, como ya se ha dicho. Unamuno habla ya del soliloquio (pues esto son los “monodiálogos” de Augusto Pérez en Niebla con su perro) como hablarse a uno mismo, ser consciente de la propia comedia representada a través del lenguaje, lo cual se hace patente en la misma necesidad de monologar en el “fuero interno”.

Por otro lado, en lo que respecta a su utilización en la novela, Morales Ladrón indica que son dos los personajes que hablan en los tres soliloquios entrecomillados de la novela: la dueña de la pensión y Cartucho (ver 261).

Hay en la lógica interna de la novela, según creo, una gradación y una coherencia entre las técnicas empleadas, exponentes de la subjetividad de los personajes, y la relevancia de éstos dentro del conjunto de la obra. Así pues, si consideramos que las técnicas de monólogo referidas en los apartados anteriores, suponen una profundización mayor en la interioridad del personaje –son así, en cierto sentido, más puras en la exposición de la corriente de conciencia-, es lógico que estén vinculadas al protagonista. Por otro lado, personajes secundarios como Cartucho o la abuela de Dorita proyectan su subjetividad a través del soliloquio. De este modo, se demuestra la relevancia de los personajes en el perspectivismo de la obra también a través del aspecto formal de su intervención, jerarquizado.

En el soliloquio también se mantienen con claridad los registros, aspecto importante para identificar al emisor ya que, según se ha dicho, no interviene el narrador. Cada personaje está claramente caracterizado por su nivel estilístico, ya sea en las “manifestaciones de la lengua familiar (la dueña de la pensión, doña Luisa, Amador), la existencia de argot (Cartucho), o las prevaricaciones lingüísticas de Muecas” (Rey 1990, 55). Asimismo, al igual que en los monólogos interiores analizados, ciertos temas continuos en la novela aparecen ligados a cada personaje. Así, en las intervenciones iniciales de Cartucho y la abuela de Dorita, los personajes se presentan a sí mismos, y dan a conocer sus preocupaciones y el papel que han de jugar en la novela, supliendo de este modo una función habitual en el narrador. En el primero de los soliloquios habla la llamada “decana” de su matrimonio, da a conocer las vicisitudes de su matrimonio, así como los planes en que pretende dar forma a sus aspiraciones de progreso en la figura de su nieta, según detalla en el segundo.

El soliloquio de Cartucho supone una anticipación de lo que ha de ocurrir, mostrándolo al principio de la novela como un ser del ámbito de las chabolas, predispuesto a la violencia. Si la relación de “la decana” con Pedro ha de estar condicionada por el tema del matrimonio y el embarazo, manifestada en las abundantes alusiones sexuales, la función de Cartucho queda ya aquí especificada como agente promotor de conflicto.

Hecho una plasta entre la sangre y el barro. Ahuequé. Limpié bien el corte y lo encalomé en el jerón. Vino la pasma y a preguntar. “Derrótate Cartucho”. Y palo va palo viene. Pero yo nanay. (Tds 107)

El aspecto lingüístico resulta especialmente relevante en el llamado “juego de monólogos” por Mainer (Morales 261), en el que incluso se introduce un nuevo personaje –el policía Similiano–, y en el que el registro y el tema son los únicos rasgos identificadores. La falta de la voz del narrador entre un soliloquio y otro es patente, y sólo el recurso mecánico –la división en espacios- sirve de guía al lector.

Respecto a la interioridad representada en los soliloquios y los monólogos, se ha señalado que “no se trata de una conciencia deformante, como la de los idiotas y locos de Faulkner, sino de una conciencia inteligente y responsable” (Granda 1989, 106). Si bien esto es así, conviene matizar que los monólogos interiores de Pedro corresponden, como he señalado antes, a tres momentos clave de la novela, tres crisis que marcan la evolución del personaje; o, si se quiere, del aprendizaje, desde la consideración del Bildungsroman.

Asimismo, esta mirada introspectiva y el ser consciente de la propia comedia representada a través del lenguaje, constituye para Longhurst una “técnica de devaluación”, en un modo que recuerda al de los personajes de Valle-Inclán, hasta que el mismo Pedro confiesa al final de la novela: “soy risible” (297).

Finalmente, apunta Marisol Morales como distinción funcional que, mientras que los monólogos interiores de Pedro no explican ni comentan sus vivencias, en los soliloquios sí se aclara “cómo piensan y cómo se sienten” (286).

c) tipos de narrador

Considero conveniente estudiar la omnisciencia como parte de la corriente de conciencia, por jugar un papel decisivo en la perspectiva subjetiva de ésta, siguiendo los criterios de Robert Humphrey (en Morales Ladrón 240-291). En los siguientes apartados estudiaremos sólo aquellos aspectos que contribuyen a la profundización en la subjetividad, dejando las otras innovaciones características del narrador de Tiempo de silencio para más adelante.

- El narrador omnisciente en tercera persona

En la técnica narrativa de Luis Martín-Santos el narrador es, indudablemente, una pieza decisiva. Lo es siempre por varios motivos, como son por aportar una nota diferenciadora en el panorama de 1962, por su variación, por sus ausencias, y su función innovadora, que nos disponemos a exponer a continuación. Como advierte Alfonso Rey en su estudio preliminar a la edición de Crítica (2005), buena parte de la innovación de Tiempo de silencio reside en el hecho de recuperar formas tradicionales olvidadas entre los autores objetivistas, para quienes el narrador en tercera persona se había convertido en “un registrador más o menos imparcial de las palabras y actos de los personajes, según los principios del análisis conductista” (Rey 2005, 24-26). De ahí que desde esa llamada “desaparición del autor”, escritores como Juan Goytisolo consideraran la técnica objetivista la única manera posible de novelar y no ser autores “faltos de coherencia”, y que Claude Edmonde Magny juzgara como absurdo el recurrir al narrador omnisciente (ver Rey 1990, 52).

Muy contrariamente a ello el diálogo, que ya hemos calificado como instrumento fundamental en el behaviorismo, es el que se reduce a su mínima expresión en Tiempo de silencio. El narrador, que a simple vista no parece alejarse del tradicional en tercera persona, presenta distintos grados de omnisciencia, que según la terminología de Norman Friedman pueden clasificarse en omnisciencia editorial, o sea juicios explícitos del narrador; omnisciencia neutral, cuando se revela conocimiento del interior de los personajes; y selectiva, cuando se aflora la perspectiva de un personaje (ver Rey 2005, 25). Por ello la función del narrador deja de ser la de registrador de datos, para convertirse en intérprete, comentador y juez a un tiempo. Esta aportación decisiva, una de las más importantes en la narrativa del autor, se expresa en las largas digresiones presentes a lo largo de todo el texto. En ellas, elevándose sobre el argumento, “expone su ideología, hace comentarios […] y emplea la primera persona del plural para involucrar al lector” (Morales Ladrón 121), en coherencia con la finalidad dialéctica formulada por su autor. Otros autores han apreciado este mismo hecho, aunque bajo distintas etiquetas; así, Suárez Granda habla de un narrador “superomnisciente”, ya que se sitúa en una posición de superioridad sobre los personajes, pero “también ante el lector” (1989, 100). Coincide en que éste actúa a través de comentarios y juicios, “e imponiendo qué sentido debe darse a cada pasaje y a la novela en su conjunto”. Señala para ello uno de los pasajes más brillantes de intervención del narrador, en que directamente suple las palabras de los personajes; puede afirmarse aquí con rotundidad, incluso, que robándoles la voz:

-Pero no querrá usted hacerme creer que... (hipótesis inverosímil y hasta absurda)

-No, pero yo... (reconocimiento consternado).

-Usted sabe perfectamente... (lógica, lógica, lógica).

-Yo no he... (simple negativa a todas luces insuficiente). (Tds, 256)

Precisamente, como aspecto característico de la renovación que introduce Luis Martín-Santos, cifra A. Rey lo nuclear de este narrador no en “la omnisciencia en sí, sino [en] la abundancia de juicios y comentarios […] De manera que el narrador posee una función ideológica muy desarrollada” (1990, 52). Tal vez por esto parece apropiado decantarse por la denominación de A. Rey.

El origen de este tipo de narrador con una función añadida de comentador –que ampliaremos a continuación- no debe buscarse en Joyce, sino en “los narradores creados por Cervantes, Fielding, Sterne o Beyle” (Rey 2005, 25)

- Otros niveles de omnisciencia; el “discurso indirecto libre muy libre”

Como señalan Rey (2005, 25) y Suárez Granda (1989, 101) el grado de omnisciencia del narrador es variable. La novela oscila así entre la subjetividad de la corriente de conciencia, y la singular interpretación que el narrador omnisciente impone sobre los hechos. No obstante, éste se presenta en muy diversos grados, como aquiescente e incluso como deficiente, sin conocer aparentemente ciertos detalles o aspectos de la realidad.

Michele Debax y Jean Alsina atienden al papel del narrador en la secuencia 253. En él se difuminan “las barreras que suelen existir entre un narrador dueño de su narración y lo narrado por él” (130). La omnisciencia desaparece y nos encontramos ante un narrador limitado, que se limita a conjeturar acerca de las posibles actuaciones tras la puerta del cuarto de Pedro, y que está muy lejos de entrar en su intimidad: “[…] o bien estaba quizá todavía tumbado vestido sobre la cama […], o bien ya desnudo...” (Tds 173; la cursiva es mía). Con todo, la función de comentador no desaparece, pues se encuentran metáforas del narrador concernientes al destino de su Pedro y su odisea.

En la secuencia, el Muecas visita a Pedro y lo convence para que trate de salvar a su hija, de modo que es el punto en que el joven investigador comienza a verse involucrado en su muerte. A partir de los indicios del texto, Debax y Alsina demuestran que Muecas es el enunciador principal del discurso, aunque no sean en sus propias palabras las que en su mayoría pueden leerse. Así pues, se transmite su contenido pero no su forma: tan solo ciertas marcas pertinentes revelan que nos hallamos ante un tipo de discurso indirecto que se ha dado en llamar “libre muy libre” –denominación que recogen Debax y Alsina.

En primer lugar, cada uno de los párrafos que dividen el texto es una unidad de “argumentación persuasiva” dirigida a Pedro. Y aún más, desde el tercero, un marcador discursivo encabeza cada párrafo, mostrando el tejido del discurso persuasivo de Muecas, con “sus concesiones y refutaciones de argumentos contrarios”, que no son sino las respuestas de Pedro (131). Junto con la división, los nexos son el indicio claro que el autor pone ante el lector como guía: “porque era”, “pero lo que”, “y aunque”, “puesto que”, “para lo que”, etc.

La intromisión del discurso de Muecas deja otras marcas precisas: “Así sería el don que Pedro recupera por obra de Muecas, y que no vuelve a perder a lo largo del texto, indicando que es el enunciador Muecas el que le habla o habla de él” (133). En segundo lugar, el cambio de registro, que produce una ruptura con el estilo altisonante predominante, reproduce literalmente expresiones de Muecas, aun en plena exposición del narrador: “los hijos de mala madre”, “con la pata untada”, “meter la nariz”, etc.

Respecto al dominio del narrador sobre lo narrado, Debax y Alsina sostienen la idea de que no nos encontramos ante

una jerarquización de dos discursos como un vaivén sutil de uno a otro […] Tampoco es cuestión de aislar fragmentos que se atribuyan de modo inequívoco a tal o cual enunciador, se trata más bien de la diseminación a lo largo del texto de indicios que nos inducen a reconocer varios discursos ya codificados (136).

Esta polifonía contribuye, pues, a borrar barreras y toda referencia unívoca. Según Jo Labanyi, “Martín-Santos confunde intencionadamente las voces del narrador y de los personajes, al recurrir con frecuencia al estilo indirecto libre”, de manera que no corresponde por entero a ninguno de ellos (1985, 131). Estos mismos aspectos, extrapolados a la novela, muestran asimismo que el discurso del narrador suele ser, concluyen Debax y Alsina, un “telón de fondo” sobre el que los personajes muestran una discordancia mayor o menor con sus voces emergentes. A pesar de perder su propio registro no pierden tampoco su individualidad. Cabe resaltar, en cualquier caso, que en toda la secuencia 25 es Pedro el más perjudicado: su silencio es patente y predomina la actitud de Muecas, aplastante, sobre él (cfr. 133). Esto mismo va en concordancia con las observaciones del narrador acerca del destino y acaba haciéndose patente en el decurso de la novela, desde este mismo fragmento que, con la sumisión de Pedro, muestra una de las primeras conexiones importantes con el título.

d) otros recursos literarios

No se pueden dejar de lado ciertos recursos que, junto a todas las técnicas narrativas anteriores, forman parte con pleno derecho de lo que denominamos la novela de corriente de conciencia. Si bien no se pueden considerar técnicas narrativas en sentido estricto, sí son recursos en muchos casos imprescindibles en ellas, y muy en especial en el monólogo interior. Son éstos, de acuerdo con la clasificación de Humphrey, la libre asociación de ideas, la técnica cinemática y la técnica “mecánica”.

La libre asociación de ideas se basa en la flexibilidad de la imaginación y el pensamiento, que une tiempos distintos como pasado y presente. Normalmente es uno de los recursos que dota de más aparente incoherencia, ya que la asociación viene propiciada por estímulos subjetivos no explícitos. Sin embargo, señala Morales Ladrón (262) que en Tiempo de silencio hay una racionalidad mayor en los monólogos, comparados con los de los personajes de Joyce; también Salvador Clotas (en Granda 1989, 106) aprecia la diferencia respecto a los “idiotas y locos” de Faulkner. En los de Martín-Santos se habla de inteligencia y, por tanto, de responsabilidad. Creo, por tanto, que el comedido grado de incoherencia en los monólogos de Pedro, ya analizados antes, es un requisito indispensable y totalmente deliberado para mostrarle como consciente y responsable de sus actos, si bien no por completo –opera, según declara el narrador, cierto destino sobre él-; de este modo no queda eximido de toda responsabilidad, aspecto fundamental en la reivindicación de la novela.

Los recursos cinemáticos consisten en la aplicación de procedimientos típicamente cinematográficos en la novela, con el objetivo de lograr mayor verosimilitud. No se trata, en consecuencia, de uno solo; algunos son la reproducción de imágenes secuenciales, el enfoque o lo denominado por Saludes “slow-motion”: “la elasticidad del momento”, conseguida con la detención de la acción y la acumulación de detalles. En Tiempo de silencio se encuentra en la descripción del barrio de chabolas y en el aborto de Florita (Morales, 263).

Por último, el recurso “mecánico” engloba los cambios en la puntuación: los paréntesis aclaratorios; las comillas, empleadas con el fin de diferenciar el soliloquio del monólogo; la cursiva... (264). A ello hay que unir aspectos como la significativa división en párrafos mencionada por Debax y Alsina, así como la particular disposición en secuencias a lo largo de toda la novela mediante blancos tipográficos. En última instancia, señala Morales que el empleo de todos estos recursos contribuye a “que el lector se haga consciente de la naturaleza multidimensional de la experiencia humana” (265).



Silencio y ruptura del silencio

Mucho de lo explicado anteriormente guarda relación con la clave interpretativa que se da Tiempo de silencio sobre la realidad de su momento. Tal como se ha tratado de explicar, y como permite apreciar la misma concepción poética del autor, el predominio de la subjetividad en los personajes a través de monólogos, soliloquios; y en el narrador-comentador en sus diversos grados de implicación, van dirigidos a involucrar activamente al lector. Desde el mismo título –que hubo de ser cambiado en su presentación para el premio Pío Baroja por el de Tiempo frustrado, a fin de evitar sus obvias connotaciones (Lanz, 138)- se propone una clave interpretativa de los silencios guardados, que es la invitación que el autor hace a sus lectores. Tamayo Pozueta explica este propósito en los términos psiquiátricos:

el autor-narrador tiene por objeto psicoanalizar a la colectividad española; para ello será preciso sumergirnos en el océano del inconsciente social para poder descifrar sus mensajes […]: deja que el inconsciente de éste fluya a través de sus palabras y gestos, con el ánimo de contribuir decisivamente a su curación (39).

Por otro lado, el significativo silencio de la sociedad queda de sobra explicado en las últimas páginas de la novela a través de la sugestiva metáfora de la castración. Basándose en ello, identifica Jo Labanyi (“Mujer y silencio en Tiempo de silencio”, 1990) al silencio con lo femenino: el silencio caracteriza la casa de prostitución, así como la pensión, en especial durante esas “charlas mudas” por gestos con Dorita; apunta que ambos son lugares de la proyección del deseo masculino (156). Labanyi propone una solución pintoresca: Martín-Santos estaría sugiriendo una “explicación psicológica”, según la cual durante el franquismo, época en que los hombres no pueden participar activamente en la sociedad, sus funciones pasan a ser desempeñadas por la mujer. Sin embargo es cierto que, así como Pedro “desempeña en la novela un papel pasivo”, un personaje femenino, y precisamente el personaje menos educado, constituye el único ejemplo en la novela de una conducta ética no interesada (159).

Hablamos, por supuesto, de Encarna, la mujer de Muecas. Ella es, efectivamente, el único personaje que rompe ese tiempo de silencio. Al mismo tiempo contradice la voluntad de su marido, opresor, y quiebra su mutismo; pues hacer una cosa implica la otra. Así salva a Pedro, quien por sus propios méritos no había dado una razón válida para ser liberado y que, sin embargo, había sido inculpado injustamente. En ese pacto de silencio, el sencillo acto de Encarna de hablar es el único que devuelve a Pedro la libertad.

En un contexto de censura, el silencio se convierte para Martín-Santos en una reivindicación moral, y al mismo tiempo un recurso de tipo literario. Al perspectivismo ya marcado por el narrador y los distintos personajes, se une aquello de lo no dicho, implícito, que el lector ha de advertir mediante la ironía, los marcados contrastes –explícitos e implícitos-; los monólogos y soliloquios de los personajes equivalen a silencio en la comunicación, patente en la falta de diálogos en la novela. Esa función es la que han de desempeñar, a partes iguales, el narrador comentando, juzgando, y el lector, interpretando.


Manuel Pulido Azpíroz




Puede verse este
trabajo completo,
con biliografía y notas
en UTPA
(Universidad de Texas-Pan American)




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