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NIÑOS FEROCES (Lorenzo Silva)

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Soy un hombre que habla a través de otro hombre que habla a través de otro hombre que habla a través de otro hombre.
O casi.
Quiero decir que el último de la cadena no es un hombre, propiamente hablando. No tiene lo que debería para merecer esa palabra, tal y como la entiendo yo, el primero de todos. Puestos a exigir, tampoco tengo la sensación de que el penúltimo dé la talla.

La experiencia enseña a aborrecer la imprecisión. Es defecto de mal narrador y una forma de injusticia. No caeré en esa negligencia. En toda circunstancia, ya sea al elegir las palabras o al buscar blanco con la mira del fusil, conviene darle a cada uno lo suyo.

Para que nadie se equivoque: no es que estos dos no hayan llegado a la edad adulta, o que alguno de ellos carezca de atributos viriles. Bien podrían ser mujeres, y formar parte del club del que creo que debo excluirlos. He conocido a varias que entrarían. Incluso, con perdón de los pudibundos, las he tenido encima y debajo. Lo mismo vale para los niños: con algunos me he topado que eran hombres de una pieza. Recuerdo, por ejemplo, a aquel chaval sujetando el Panzerfaust con un solo brazo, en un cráter fangoso de la Moritzplatz, mientras al fondo rechinaban las cadenas de los T-34 que venían a hacernos picadillo. Con dos pelotas como dos melones.

Me explico, pues, para evitar malentendidos: les niego el título de hombres porque carecen del aprendizaje que nos hace humanos en toda la extensión de la palabra, como sólo sabemos los que hemos pasado por él. No hay humano completo sin la noción del horror. Eso descarta al cuarto, tan tierno e ingenuo, aún. Y en cuanto al tercero, a quien por edad algo ha debido de tocarle, no llena la palabra «hombre» porque con eso no basta. Quien sólo se tropezó con el espanto no deja de ser un adolescente: le falta algo. Sólo apura las posibilidades de lo humano quien, además de conocer el horror, ha llegado a serlo: quien se lo ha infligido a otros. Ésa es la ciencia en la que yo me doctoré e hice de maestro. De eso, de mí, de mi discípulo y de nuestro legado humano (por espantoso) van estas páginas.

Rectifico, pues: soy un hombre que habla a través de otro hombre que habla a través de un adolescente que habla a través de un niño. Así sí: cómo alivia llamar a las cosas por su verdadero nombre.

Ya está. Todo claro. Ahora puedes empezar, chaval.

¿Puedo empezar? ¿Estoy seguro? La verdad es que no mucho, para qué voy a engañarme o engañaros, hipotéticos o quizá inexistentes lectores. Por lo pronto, es muy dudoso que aquel hombre se expresara así, con esas palabras que acabo de poner en sus labios. He tratado de reescribirlo para acercarlo más a lo que pudiera haber sido su forma de hablar, pero confieso que no logro expresar de otra manera lo que busco decir: lo que imagino que él pensaría, al verme a mí, tantos años después, tratando de recobrar su historia a través de otros dos intermediarios. O más bien lo que yo siento acerca de mí mismo, al compararme, desde la facilidad de mi vida en retaguardia, con él y con otros que conocieron o conocen la exposición de la primera línea... Umm, tengo que tener cuidado. Mis últimas lecturas me están contagiando las metáforas castrenses, y no es previsible que eso guste mucho a mi público. Escribo en un país, conviene no olvidarlo, que abolió la mili hace más de una década. Lo militar es retro, casposo, rancio. Y ahora que lo pienso... ¿Cómo voy a evitar el lenguaje castrense? Eh, ¿debo seguir con esto?

Unos segundos para respirar hondo. Ya.

Mi profesor lo llama El Pánico. Así, con mayúsculas. También lo llama El Frío en la Nuca. Con mayúsculas también. Dice que junto a la papelera (esto, admite, se lo tomó a Robert Graves, que lo escribió en Adiós a todo eso, otro libro sazonado de términos castrenses, por cierto) es el mejor y más imprescindible amigo del escritor.

-No dejes de sentirlo, Lázaro -me dice, recalcando mi nombre-. No dejó de sentirlo nunca Kafka, así nos consta, ni ninguno de los grandes. El día que no te cale los huesos El Pánico ni sientas El Frío en la Nuca, el día en que no temas que lo que estás escribiendo puede ser una gilipollez con la que vas a hacer el ridículo más atroz y a cosechar el más ominoso de los fracasos, ese día funesto en que tu vanidad derrote a tu juicio, estarás acabado como novelista.

Yo siempre le respondo que para estar acabado antes tendría que haber estado empezado alguna vez, y ahí es cuando ya nos enredamos en la discusión sobre la que en buenamedida se asienta nuestra relación profesor-alumno y, al calor de ella, nuestra muy sui géneris (así lo determina el desnivel de años y de logros) amistad.

Y qué tal si empiezas por el principio, y permites que el lector tenga en cada momento una mínima noción de esas cuestiones tan simples y agradecidas, como de dónde vienes y adónde vas. Ésa es la nota que, llegados a este punto, él pondría al margen del texto. Vale. Le haré caso.

Me llamo Lázaro, tengo 23 años (casi 24), he empezado dos carreras y creo que terminaré una. Bueno, no sé si llamarle carrera a esto de lo que me parece que con un par de años más de bostezos me darán el título; al menos no es lo que yo entendía por tal en el bachillerato, o lo que me imaginaba cuando leía, por esos mismos años, Retorno a Brideshead. Aunque Charles Ryder y Sebastian Flyte disfrutaban de abundantes horas de ocio durante su vida estudiantil en Oxford, en algún momento, según la novela, tenían que chapar para que no les suspendieran. Yo, que no pertenezco en modo alguno a ese infeliz colectivo antes etiquetado bajo el crudo epíteto «superdotados», y ahora bajo el profiláctico circunloquio «con altas capacidades», he podido superar las asignaturas sin necesidad, hasta el instante presente, de hincar los codos. Dejo al lector perspicaz adivinar cuáles son los estudios a los que mi indolencia me ha conducido.

La alusión al libro de Evelyn Waugh, y no a los de Harry Potter (que, por cierto, juraría que algo le toman prestado a Waugh para su astuto patchwork narrativo, léase una obrita titulada Charles Ryder's Schooldays), me acredita, me temo, como un miembro algo anómalo de mi generación. Admito mi culpa y la expongo al escarnio general: nací en una casa con cinco mil libros y me leí una buena parte. Aún hoy, me leo entre tres y cuatro libros por semana, unos veinte al mes y más de doscientos al año. Diez veces más que el que me sigue en volumen de lecturas entre mis compañeros universitarios. Sí, lo sé. Soy un tarado, una aberración de la naturaleza, un anormal. Lo tengo admitido desde hace muchos años. He sentido demasiadas veces esa mirada posada en mí. Pero qué le voy a hacer. Me gusta leer. Me gusta más que ver vídeos en YouTube. Más que ir al cine a ver secuelas de Matrix o de Terminator o de Torrente. Más que hacer botellón o meterme en un antro donde un montón de petardas y de clones de Cristiano Ronaldo se restriegan entre sí. No es que todas las petardas me parezcan indeseables, uno tiene su fisiología y sus instintos, pero me da pereza invertir en ellas los esfuerzos que demandan. Prefiero esperar a que alguna caiga sin abonar tales peajes. Y como parece que la espera va a ser larga, la distraigo leyendo.

Pero soy aún más estrafalario. Además de leer, escribo. Lo hago desde pequeñito, no me acuerdo con exactitud, pero más o menos desde los siete u ocho años. Mi primer cuento, eso sí lo recuerdo, iba de un extraterrestre que bajaba a la Tierra y se encontraba con un subnormal. Lo escribí así, «subnormal », y ahora me pregunto por qué, porque a mí ya me inculcaron (y asumí) que había que llamarlos «discapacitados psíquicos». Sería culpa de mi abuela, queme cuidabamuchas tardes en aquellos días de mi infancia, y a la que bien pudo escapársele, desaprensiva ella, la palabra prohibida. El caso es que mi extraterrestre entablaba relación con el retrasado, lo estudiaba y luego se metía en su platillo y volvía a su planeta. Allí daba este informe sobre la Humanidad: una especie con inteligencia bastante limitada, pero muy amable y generosa. A partir de los datos de aquel calamitoso explorador, los extraterrestres iban a planificar la invasión pésimamente. Quería ser un relato humorístico, creo.

En fin, perdón por la digresión: la nostalgia. Lo que quiero decir es que la escritura forma parte de mis intereses desde edad bien temprana. A ella me he entregado siempre de forma autodidacta, y con resultados constantemente insatisfactorios. Por dos razones, sobre todo. Primera: nunca consigo creerme nada de lo que escribo. No tengo ningún inconveniente en creerme a Tolstói o a Galdós, aunque sé que lo que cuentan, incluso cuando se inspiran en hechos reales, está inventado por ellos. Tampoco me cuesta creerme a Philip K. Dick o a Bioy Casares, aunque sepa que lo que cuentan es imposible. Pero lo que escribo yo me parece siempre una pamplina. No lo puedo evitar. Y la segunda gran razón de mi insatisfacción: puedo, aun sin alcanzar credibilidad alguna ante mí mismo, resultar medianamente ingenioso y más o menos convincente, a ojos de otros, en las distancias cortas; pero nunca he logrado pasar de los doce folios. Es mi límite infranqueable, la cota de mi impotencia, el arrecife contra el que se hace astillas, una y otra vez, la nave de mi inventiva. También lo describo para mí de un modo más amargo: es lomáximo que puedo estirarmis historias que nome creo, la longitud máxima de los cuentos nacidos de mi inconsistente imaginación.
Quizá por eso, hará un año decidí apuntarme a unos talleres de narrativa. Los vi anunciados y me llamaron la atención por tres motivos: primero, eran gratis (punto a favor, para un estudiante insolvente como yo); segundo, estaban a tiro de metro (otro punto a favor, véase motivo anterior más abono transportes); y tercero, el que los daba era un experimentado escritor y periodista, con alguna obra ya a sus espaldas, más o menos reconocida. No es que fuera un Shakespeare, ni siquiera un Ellroy, pero el hombre había logrado varias veces eso que yo no conseguía: levantar una historia de unos cientos de páginas y lograr que se tuviera en pie. Lo podía certificar porque había leído un par de ellas: ninguna iba a cambiar la Historia de la Literatura, pero la factura era decente. Tampoco yo tenía grandes aspiraciones, más allá de poder superar mi frustración de cuentista ralo e incrédulo de mí mismo. Quizá pudiera orientarme.

Bueno, hubo un cuarto motivo, si se quiere anecdótico, para que al ver anunciados sus talleres me llamaran la atención. El escritor se llamaba como yo: Lázaro. No he conocido a muchos Lázaros. O lo que es lo mismo, a muchos que hayan tenido que soportar mil veces la bromita bíblica ("hombre, Lázaro, levántate y anda") o ese ingenioso chiste literario ("anda, Lázaro, ¿de Tormes?") que está al alcance de cualquier ignorante que haya terminado la secundaria. Supuse que también teníamos eso en común. Me dio buena espina.

Así que me apunté. Y conmigo, otros quince o veinte. Todos más o menos por la misma edad. Una de las condiciones que al parecer había puesto el autor para encargarse del taller era que los alumnos fueran jóvenes. Un rasgo de valor, o de imprudencia, juzgué yo para mí, sabiendo lo que la peña daba de sí a la hora de coger papel y bolígrafo y tratar de convertir en palabras los pensamientos. Pero el taller funcionó. Funcionaba. Había varios que escribían no sé si mejor que yo, pero desde luego con mucha más facilidad. Uno de ellos, Raúl, hasta había terminado ya una novela. Me pasó el manuscrito y tuve que constatar (con cierto bochorno, porque era un año más joven que yo) que se dejaba leer más que razonablemente. El profesor, desde su edad que doblaba la nuestra y su obra que multiplicaba cualquiera de las nuestras por x, para x tendiendo a infinito, o así lo sentíamos nosotros, se esforzaba semana a semana por dialogar tan de igual a igual como le era posible. Por escucharnos, tanto como por hacerse escuchar. Así fue como surgió lo de mi problema, que era el de la mayoría del grupo: por qué, salvo Raúl, no podíamos pasar de quince o veinte páginas, y eso, sudando tinta china.

El tema se convirtió en frecuente asunto de debate en el taller. Cada uno de nosotros ponía sus excusas, mientras el profesor buscaba las razones. Al principio las planteaba con prudencia diplomática, pero luego, a medida que fuimos conociéndonos todos y acortando distancias, las expuso en tono algo más mordaz, con su buena dosis, deduje con el tiempo, de provocación calculada:

-La culpa la tiene vuestra educación, me temo -decía-. La del cole y el instituto, donde no os han hecho nunca saber lo que es un examen final, todo a sorbitos. La de la tele, que es la que educa a la población en general, y donde no hay discurso que dure más de seis minutos para que la gente no haga zapping y se pase al share de otro. Y la de Internet, vuestro medio, ese a través del que miráis al mundo y en el que os movéis como pez en el agua, donde la unidad de discurso es el post bloguero o, cada vez más, el vídeo de YouTube. En tiempo, ¿cuánto? ¿Tres minutos? ¿Dos minutos y medio? Por no hablar de la chorrada en el muro de Facebook o del bendito tweet. Habéis recibido un relato fragmentado de la realidad. Si queréis hacer una novela, tenéis que aprender a integrarlo. A entrelazar. Pero no como sabéis. Lo que sabéis es vincular: encadenar links en una red casual, fortuita, amorfa. Quien quiere hacer un relato largo tiene que construir un mundo. Tiene que levantar un edificio donde las interrelaciones sean sólidas, significativas, fundadas, necesarias. Tiene que hacer justo lo contrario de la gimnasia en la que están ejercitadas vuestras mentes. ¿O habría que decir atrofiadas?

En este punto, losmenos sutiles se le echaban encima. Otros, los que nos olíamos por dónde iban sus intenciones, nos callábamos. Tras unos segundos de bullicio, el profesor levantaba las manos en señal de rendición, sonreía y les replicaba a los ofendidos:

-Eso es lo que quiero que me digáis. Que estoy equivocado. Pero más aún quiero que me lo demostréis. Que dejéis de estar cagados y saltéis del avión confiando en que se os abrirá el paracaídas.

Alguna vez, cuando me sentía locuaz, que no era muy a menudo, trataba de darle mis propios argumentos. No le negaba algo de razón en sus ácidas suposiciones: era posible que pesaran algo en nosotros esas formas empaquetadas y limitadas de transmisión del pensamiento que en cierto modo constituían la atmósfera que nos envolvía. Pero discrepaba de él, y así se lo dije, en cuanto a que la generación a la que pertenecíamos estuviera tan absolutamente condicionada por ellas. Nosotros no habíamos nacido ya con esto, nos lo habíamos encontrado por el camino. Con diez, once, doce o trece años, dependiendo de los casos. Quizá su teoría valiera para los que ahora tenían esas edades, y que ya abrían los ojos bajo esas coordenadas. Antes de consumir ese relato masivo de la realidad reducida a fragmentos o, lo que es lomismo, antes de tocarmi primer ordenador conectado a Internet y poder utilizarlo con cierta asiduidad, yo ya me había leído El conde de Montecristo, Moby Dick y hasta el Quijote. Había aprendido a valorar y a disfrutar, una y otra vez, libros extensos y trabados, pequeños mundos de ficción en sí mismos. Y sin embargo, me costaba horrores concebir algo ni remotamente parecido, y me sentía incapaz de emprender nada que fuera a prolongarse mucho más allá de diez páginas. En mi sentimiento, era más bien otra cosa. Algo que tenía que ver con la falta de fe.

Una de aquellas tardes, al término del taller, el profesor me llamó. No sé si yo había estado más elocuente o más vehemente de lo habitual, tampoco puedo precisar ahora qué variante concreta de mi discurso le solté ese día. Pero sin duda mencioné lo de la fe. Porque, cuando estuvimos solos, me miró a los ojos y me preguntó:

-¿Qué fe es la que te falta?

Me quedé descolocado. Había, imagino, aludido al asunto de una forma vaga. No podía decirle que me faltaba fe en mí mismo. O quizá sí podía, pienso ahora, pero aún no lo sabía. De modo que me salí más o menos por la tangente, una técnica que domino bien:

-Pues fe en que tengo una buena historia, supongo.

Siguió observándome, imperturbable.

-Lázaro-le gustaba decir mi nombre, supongo que porque era el suyo y tenía pocas ocasiones de pronunciarlo-, eres bueno. Si tuviera que apostar, diría que eres el mejor. No debe sorprenderte, ni envanecerte tampoco. Eres de largo el que más ha leído, y entre eso y tu inteligencia, que es algo más que mediana, dispones de un punto de partida que sería un delito que no aprovechases.No veo por qué razón has de ser incapaz de tener en tus manos una buena historia.Opor decirlo con tus palabras, una en la que tengas fe.

-El caso es que no se me ocurren.

-Las historias no se le ocurren a uno. Se encuentran.

 -Pues no las encuentro. Será que no sé buscar.

-Sabes, cómo no vas a saber. Pero, si crees que ése es el problema, te lo resuelvo. A estas alturas, yo ya he encontrado más historias de las que voy a poder escribir. De hecho, tengo una que encontré hace años, pero que nunca he terminado de encajar. Ha vuelto a salirme al paso esta mañana, mira qué coincidencia. Te la regalo.

-¿Cómo?

-Que ya es tuya. Que ya la has encontrado. Y es buena. Créeme. Sobre esto, tengo alguna experiencia. Para bien y para mal.

-Eso no lo pongo en duda. Te he leído.

-No me hagas la pelota. ¿Mañana por la mañana estás libre?

-Eh, sí, tengo clase, o sea, nada.

-Muy bien. A las nueve aquí.


Lorenzo Silva 
Niños Feroces, 2011


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