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PARA LEVANTARSE POR LA MAÑANA (John Minsheu)

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Diálogo primero, para levantarse por la mañana y las cosas a ello pertenecientes entre un hidalgo llamado don Pedro y su criado Alonso, y un su amigo llamado don Juan, y una ama



DON PEDRO.— ¿Oyes, mozo?

ALONSO.— ¿Señor?

DON PEDRO.— ¿Qué hora es?

ALONSO.— Las cinco son dadas.

DON PEDRO.— Levántate y abre aquella ventana, a ver si es de día.

ALONSO.— Aún no es bien amanecido.

DON PEDRO.— Pues ¡asno! ¿Cómo dixiste que ha dado las cinco?

ALONSO.— Señor: las cinco yo las conté, pero el relox y la mañana no andan a una.

DON PEDRO.— O tú mientes o el relox miente; que el sol no puede mentir.

ALONSO.— Más vale que miento yo que no el año.

DON PEDRO.— ¿Qué día hace?

ALONSO.— Señor: nublado.

DON PEDRO.— En los ojos debes tú de tener las nubes, que el cielo yo le veo claro.

ALONSO.— Pues no estoy ciego.

DON PEDRO.— Antes creo que estás durmiendo todavía.

ALONSO.— Sé que no soy elefante que tengo de dormirme en pie.

DON PEDRO.— ¿Hace frío?

ALONSO.— Un cerceganillo entra por la ventana que corta las narices.

DON PEDRO.— Dame de vestir, que me quiero levantar.

ALONSO.— ¿A qué, tan de mañana?

DON PEDRO.— A negociar, que tengo mucho que hacer hoy.

ALONSO.— Aún no estará nadie en pie.

DON PEDRO.— Tú adevinas a tu provecho.

ALONSO.— ¿Qué vestido se quiere poner vuestra merced?

DON PEDRO.— El de velarte, que dicen que es honra y provecho.

ALONSO.— ¿Qué jubón?

DON PEDRO.— El de raso pespuntado.

ALONSO.— Hele aquí.

DON PEDRO.— * ¡Majadero!, pues el jubón me tra-/es
antes que la camisa, ¿quiéresme motejar de azotado?

ALONSO.— Aún no ha traído las camizas la lavandera.

DON PEDRO.— Pues, hideputa, ¡id por ellas!

ALONSO.— * Al ruin de Roma, cuando le nombran, luego asoma; aquí viene ya la lavandera.

DON PEDRO.— ¿Está enxuta?

ALONSO.— Como un cuerno.

DON PEDRO.— ¿No os he dicho que no me traigáis esas comparaciones?

ALONSO.— * Eso fuera si fuera vuestra merced persona sospechosa; que no se ha de mentar la soga en casa del ahorcado.

DON PEDRO.— Dame las calzas de terciopelo acuchilladas.

ALONSO.— Aquí están, señor.

DON PEDRO.— ¿Están limpias? Mira bien si tienen algún punto suelto las medias.

ALONSO.— Esa es una de las tres cosas que Ganasa decía que el hombre busca con gran cuidado y, cuando las ha hallado, le pesa.

DON PEDRO.— ¿Y cuáles son las demás?
 

ALONSO.— Una suciedad en la cama y los cuernos, si su mujer se los pone; pero estas sanas están.

DON PEDRO.— Cálzamelas. Dame el sayo de velarte, quel de raxa es muy delgado para este frío que hace.

ALONSO.— ¿Quiere vuestra merced ponerse borceguíes?

DON PEDRO.— No, sino zapatos y pantuflos por amor del lodo. Dame primero aguamanos.

ALONSO.— Señor: el agua está helada en el jarro.

DON PEDRO.— ¡Buena señal!

ALONSO.— ¿De qué, señor?

DON PEDRO.— De carámbanos.

ALONSO.— Y aun de que hace frío.

DON PEDRO.— Derrítelo en el brasero. Dame entre tanto el espejo y unas tixeras, que quiero aderezarme la barba.

ALONSO.— Aquí está el estuche donde está todo, y también el peine.

DON PEDRO.— ¡Oh, qué de canas tengo! Ya me voy 
parando viejo.

ALONSO.— Señor: las navidades no se van en balde.

DON PEDRO.— Por cierto no tengo muchas; sino, * como dicen en mi tierra, «canas y cuernos no vienen por días».

ALONSO.— Ya está buena esta agua. Bien se puede vuestra merced lavar.

DON PEDRO.— Pues dacá la fuente y la toalla.

ALONSO.— ¿Quiere vuestra merced llevar capa y gorra, o herreruelo y sombrero?

DON PEDRO.— No es ahora tiempo de gorra; dame el ferreruelo largo y un sombrero de fieltro.

ALONSO.— ¿Qué espada? ¿Dorada, plateada o pavonada?

DON PEDRO.— No la quiero sino embarnizada, por si lloviere. Mira quién llama a la puerta.

ALONSO.— El señor don Juan es.

DON PEDRO.— Corre, abre presto.

DON JUAN.— Muy buenos días dé Dios a vuestra merced, señor don Pedro.

DON PEDRO.— Oh, señor don Juan, vuestra merced sea tan bienvenido como los buenos años. ¿Cómo está vuestra merced?

DON JUAN.— Muy al servicio de vuestra merced. ¿Vuestra merced está bueno?

DON PEDRO.—Al servicio de vuestra merced como estuviere, aunque algo achacoso.

DON JUAN.— Pues ¿por qué madruga tanto, si no anda bueno?

DON PEDRO.— Porque dicen los médicos que para la salud es bueno levantar de mañana.

DON JUAN.— Esa salud téngansela ellos, que para mí estos son los días que debemos meter en casa, como dice el refrán; o que los tengamos en la cama, dixera mejor.

DON PEDRO.— Para decir la verdad, yo más lo hago por entender en mis negocios.

DON JUAN.— ¿Cómo le va a vuestra merced dellos?

DON PEDRO.— Señor: al servicio de vuestra merced; mal, bendito sea Dios.

DON JUAN.— ¿Cómo ansí? ¿No despachan a vuestra merced?

DON PEDRO.— Sí, señor. Despéchanme. Muchacho: tráenos de almorzar antes que salgamos.
 
 
DON JUAN.— Ya yo he bebido una vez.

DON PEDRO.— Beberá vuestra merced otra, que no le hará mal.

DON JUAN.— * No, que no soy tan delicado como judío en viernes.

ALONSO.— ¿Qué quieren vuestras mercedes almorzar?

DON PEDRO.— Trae unos pasteles y un cuartillo de cabrito asado.

DON JUAN.— ¡Qué bien aderezado tiene vuestra merced este aposento, señor don Pedro!

DON PEDRO.— Señor: razonable como para un hidalgo pobre.

DON JUAN.— ¿De dónde hubo vuestra merced esta tapicería?

DON PEDRO.— Señor: de Flandes vino.

DON JUAN.— ¿También deben de ser de allá los lienzos o pinturas o retratos?

DON PEDRO.— Algunos dellos; otros son de Italia.

DON JUAN.— De gentil mano son, por cierto. ¿Cuánto le costó a vuestra merced este escritorio?

DON PEDRO.— Más que vale: cuarenta ducados.

DON JUAN.— ¿De qué madera es?

DON PEDRO.— La colorada es caoba de La Habana y esta negra es ébano. La blanca es marfil.

DON JUAN.— Cierto que está muy curioso, y muy bien asentada la taracea.

DON PEDRO.— Aquí verá vuestra merced un bufete mejor labrado.

DON JUAN.— ¿Adónde fue hecho?

DON PEDRO.— Él y las sillas vinieron de Salamanca.

DON JUAN.— Lo mejor le falta a vuestra merced en este aposento.

DON PEDRO.— ¿Qué es, por vida del señor don Juan?

DON JUAN.— Por lo que decía don Juan Manuel, un sonecito de chapín.

DON PEDRO.— Ya entiendo. Por la mujer lo dice vuestra merced.

DON JUAN.— Por la misma.

DON PEDRO.— A mí me parece que lo mejor que tiene es estar sin ella.

DON JUAN.— * ¡Oh, señor! No diga vuestra merced eso, que es triste cosa la soledad.

DON PEDRO.— * Aténgome al que dice que vale más solo que mal acompañado.
 
 

DON JUAN.— Pues no se entiende que ha de ser mala.

DON PEDRO.— ¿Y adónde le hallaremos que sea buena?

DON JUAN.— Muchas hay muy buenas.

DON PEDRO.— Es verdad: las que están enterradas.

DON JUAN.— De suerte que quiere vuestra merced decir que la mujer, estonces es buena cuando está muerta.

DON PEDRO.— Digo, señor, que cada loco con su tema. Yo he dado ahora en esta.

DON JUAN.— * Y se saldrá vuestra merced con ella, como el rey con sus alcabalas.

DON PEDRO.— * Se dice que una buena mula y una buena cabra y una buena mujer son tres malas cucas.

ALONSO.— La mesa está puesta. Bien se pueden sentar vuestras mercedes a almorzar.

DON PEDRO.— Señor don Juan: tome vuestra merced aquella cabecera.

DON JUAN.— Bueno sería. Eso es por motejarme de viejo.

DON PEDRO.— No, sino por cumplir con la razón.

DON JUAN.— Vuestra merced tome su lugar, que yo tomaré el mío.

DON PEDRO.— Bueno es que venga a mi casa quien mande en ella más que yo.

DON JUAN.— Oh, si por ahí lo echa vuestra merced, yo obedesco en su casa y fuera.

DON PEDRO.— Yo soy el que tengo de servir como la razón me obliga. Muchacho: dacá platos.

ALONSO.— Aquí están, señor.

DON PEDRO.— ¿De adónde truxiste estos pasteles?

ALONSO.— De la más limpia pastelera que hay en la ciudad.

DON PEDRO.— ¿Son de nuestra vecina, la hermosa?

ALONSO.— Sí, señor.

DON PEDRO.— Bien los puede vuestra merced comer sin asco, que de mujer limpia son.

DON JUAN.— Mas que nunca lo fueran, nunca yo miro en miserias.

DON PEDRO.— Pues menos mirara si fuera tan amigo de ellos como yo.

DON JUAN.— Muy bien me saben. Y lo mejor que yo les hallo es ser comida
tan acorrida que a cualquier hora que el hombre la quiera la halla guisada.

DON PEDRO.— Muchacho: danos de beber, que pica la pimienta.

ALONSO.— ¿Qué quiere vuestra merced: blanco o tinto?

DON PEDRO.— Echa de lo blanco, que es más caliente para por la mañana.

DON JUAN.— Y aun es más saludable que lo tinto.

DON PEDRO.— Brindo a vuestra merced, señor don Juan.

DON JUAN.— Beso a vuestra merced las manos; haré la razón.

ALONSO.— ¿Por cuál taza quiere vuestra merced beber: por la llana o por esta hondilla?

DON JUAN.— Alonso, amigo: habéis de saber que yo soy muy buen borracho, y sé muy bien lo que me bebo. Por eso, echadme por aquella taza llana.

DON PEDRO.— Yo gusto más de beber por esta copa de vidrio que no por ninguna de las tazas.

DON JUAN.— * Señor: contra gustos no hay disputa.

DON PEDRO.— Ansí es verdad: con esta pierna de cabrito beberá vuestra merced otra vez. Y trae unas aceitunas para la tercera.

DON JUAN.— Esa ya se llamará comida, y no almuerzo.

DON PEDRO.— ¿Por qué?

DON JUAN.— Porque dicen: «A buen comer o mal comer, tres veces se ha de beber».

DON PEDRO.— Ahí dice nuestra madre Celestina * que está corrupta la letra: que por decir «trece» dixo «tres».

DON JUAN.— Ahora, señor, bien está lo hecho; no más, que perderemos la gana de el comer.

DON PEDRO.— Dennos a beber otras sendas de la calabriada.

DON JUAN.— ¿Adónde iremos?

DON PEDRO.— Lo primero, a la iglesia y encomendarnos a Dios.

DON JUAN.— * Está muy bien; que por ir a la iglesia, ni dar cebada, no se pierde jornada.
 
 
DON PEDRO.— Cierra aquel cofre; pon en cobro esas baratijas; llama al ama, que barra y componga este aposento.

ALONSO.— ¿Tengo de ir acompañando a vuestra merced?

DON PEDRO.— No, sino quédate en casa, ayuda al ama y limpia todos mis vestidos y ponedla en orden; y, a las once, llévame el caballo a palacio.

ALONSO.— Está muy bien, señor. Yo lo haré ansí.

DON PEDRO.— * Este mi criado, señor don Juan, es como malilla; que hago de él lo que quiero.

DON JUAN.— Y aun anda vuestra merced en lo cierto para ser bien servido; que, cuando hombre tiene muchos criados, unos por otros nunca hacen cosa a derechas.

DON PEDRO.— Él me sirve de mayordomo, de repostero, de maestresala, de guardarropa, de paje y de lacayo; y, a veces, de despensero.

DON JUAN.— Él parece buen hijo.

DON PEDRO.— Bueno, señor, es tan bueno que, a ser más, no valiera nada. Sola una falta tiene.

DON JUAN.— ¿Cuál es?

DON PEDRO.— * Que es grandísimo enemigo de el agua.

DON JUAN.— Eso harálo por el bien que le sabe el vino; pero esa no se puede llamar falta, sino sobra.

DON PEDRO.— ¡Muchacho: cierra la puerta con la * llave!; que a puerta cerrada el diablo se vuelve.

ALONSO.— Ama: traiga un caldero de agua y una escoba. Regaremos y barreremos este aposento.

AMA.— Toma primero esta ropa blanca que traxo la lavandera.

ALONSO.— Aguarde: sacaré la memoria para ver si falta algo.

AMA.— ¿Adónde la tienes?

ALONSO.— Aquí está, en mi faltriquera.

AMA.— Léela, pues.

ALONSO.— «Memoria de la ropa de mi amo que llevó la lavandera en diez de marzo de 1599. Primeramente, cuatro camisas con sus cuellos
de lechuguilla».

AMA.— Aquí están.

ALONSO.— «Dos sábanas, dos almohadas de cama, dos pares de calzones de lienzo, tres de calcetas».

AMA.— Aquí están.

ALONSO.— «Una docena de pares de escarpines».

AMA.— No hay aquí más que ocho.

ALONSO.— Pues cuatro faltan. A la lavandera pedirle he que dé cuenta dellos; y si ella los perdió, que los pague.

AMA.— Anda: ¿qué valen cuatro escarpines viejos y rotos?

ALONSO.— «Íten más: dos escofietas y cuatro tocadores; media docena de pañizuelos de narices».

AMA.— Aquí está todo.

ALONSO.— «Dos mesas de manteles y diez servilletas».

AMA.— Aquí están.

ALONSO.— «Tres toallas y un frutero, y dos cuellos de encaje con sus puños».

AMA.— Todo está aquí, que nada falta.

ALONSO.— Pues doblémoslo y pongámoslo en el arca.

AMA.— Como me llamáis para que os ayude a esto, ¿no me llamárades para que os ayudara al almuerzo?

ALONSO.— Allí tengo guardados unos escamochos que sobraran a mi amo.

AMA.— Quiero primero barrer esta sala y aderezarla.

ALONSO.— Entre tanto, limpiaré yo la ropa. ¿Sabe de la escobilla?

AMA.— Vesla allí colgada de aquel clavo; que, si fuera perro, ya te hubiera mordido.

ALONSO.— ¡Oh, cuánto polvo tiene esta capa!

AMA.— Sacúdela primero con una vara.

ALONSO.— Ama: más que bien hechos están estos calzones.

AMA.— Tan bien entiendo yo de eso como puerca de freno.

ALONSO.— Pues, ¿qué entiende?

AMA.— A lo que a mí me importa: si tú
preguntaras por una basquiña, una saya entera, una ropa, un manto, o un cuerpo, una gorguera, de una toca y cosas semejantes, supiérate yo responder.

ALONSO.— De manera que no sabe leer más de por el libro de su aldea.

AMA.— ¿Quieres tú que sea yo como el invidioso, que su cuidado es en lo que no le va ni le viene?

ALONSO.— Siempre es virtud saber, aunque sean cosas que parece que no nos importan.

AMA.— Bien sé yo que tú sabrás hacer una bellaquería; y esta no es virtud.

ALONSO.— El saberla hacer no es malo; el usarla, sí.

AMA.— * Siempre oí decir que quien las sabe, las tañe.

ALONSO.— * No, sino que quien ha las hechas, ha las sospechas.

AMA.— Pues, bellaco: ¿qué he hecho yo?

ALONSO.— No más de hacerme regañar algunas veces.

AMA.— No me des tú ocasión.

ALONSO.— Estonces, muchas mercedes; cuando le doy ocasión es menester que me perdone, que, cuando no se la doy, poca amistad me hace.

AMA.— Ahora, hermano, déxate de retóricas y has lo que tu amo te mandó.

ALONSO.— Sí haré, aunque bien creo que no por eso me tengo de asentar con él a la mesa.

AMA.— A lo menos escusarás de que él no te asiente en el rabo.

ALONSO.— Yo voy a ensillar el caballo. Adiós, paredes; hasta la vuelta.
 


John Minsheu
Pleasant and Delightfull Dialogues
-Diálogos muy apacibles-, 1599


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