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CONDICIONES FAVORABLES A LA OBRA CIENTÍFICA (Santiago Ramón y Cajal)





Oh soledad confortadora, cuán propicia eres a la originalidad del pensamiento! ¡Cuán dulces y fecundas las invernales veladas pasadas en el hogar-laboratorio, durante las cuales los centros docentes rechazan a sus devotos! Ellas nos libran de fatales improvisaciones, doman nuestra impaciencia y refinan la capacidad de observación. ¡Con qué cariño cuidamos de los instrumentos propios, cada uno de los cuales representa una vanidad negada o un vicio insatisfecho! ¡En nuestro amor hacia ellos, apreciamos sus excelencias, notamos sus defectos, esquivamos sus lazos, penetramos, en fin, en su alma amiga, que responde siempre, sumisa y simpáticamente, a los requerimientos de la nuestra!

Pero un laboratorio de investigación —reparará el lector—debe ser cosa dispendiosa. Error lamentable. Procurarse las herramientas necesarias cuesta muy poco. Misérrimos habrán de ser los profesores, naturalistas, médicos, farmacéuticos, etc., para quienes sea empresa inaccesible costear y sostener un centro privado de estudios experimentales.

Permítasenos la inmodestia de citarnos a este propósito. Con las exiguas economías del haber de un catedrático de provincias, y sin más ingresos extraordinarios que algunas lecciones particulares, hubimos nosotros de crear y mantener, durante quince años, un laboratorio micrográfico y suficiente biblioteca de revistas. Nuestro primer microscopio —un Verick estimable— fue adquirido a plazos. Y el caso no es excepcional. Lo corriente es inaugurar la propia obra con penuria de medios, pero con medios propios, que precisamente por serlo resultan singularmente educadores y fecundos. Notorio es que la mayoría de los descubrimientos fisiológicos, histológicos y bacteriológicos, etc., fueron obra de jóvenes entusiastas, sin nombre y sin fortuna, que trabajaron en buhardillas o graneros. El laboratorio oficial, cómodo y suntuoso, llegó más adelante, como galardón del éxito científico.

A decenas podrían citarse ejemplos clásicos de modestos comienzos. Faraday, aprendiz de encuadernador, llevado de su entusiasmo científico, asentó de mozo o de mecánico en el laboratorio de Davy, alejado del cual, y sin haber seguido carrera alguna, montó un centro de investigaciones, del que brotaron admirables conquistas, renovadoras de la ciencia de la electricidad. El gran Berzelius inició sus descubrimientos químicos en el obrador de su botica. Buena parte de los astrónomos de genio exploraron el cielo desde la azotea de sus casas, armados de medianos anteojos. Sirva de ejemplo Goldschmidt, quien desde la ventana de su habitación, y ayudado de modestísimo refractor (105 mil.), descubrió, a fuerza de paciencia, muchos pequeños planetas.

En suma: más que escasez de medios, hay miseria de voluntad. El entusiasmo y la perseverancia hacen milagros. Lo excepcional es que, en lujosos y bien provistos laboratorios sostenidos por el Estado, un novel investigador logre estrenarse con memorable hazaña científica. Desde el punto de vista del éxito, lo costoso, lo que pide tiempo, brío y paciencia, no son los instrumentos, sino, según dejamos apuntado, desarrollar y madurar una aptitud. A lo más, la mezquindad económica nos condenará a limitar nuestras iniciativas, a achicar el marco de la indagación. Pero ¿no es esto otra ventaja?

Desde este aspecto, cabe distinguir dos ciencias: una dispendiosa, aristocrática, cuyo culto exige templos suntuosos y ricas ofrendas, y otra barata, casera, democrática, accesible a los más humildes peculios. Y esta Minerva de los humildes muéstrase singularmente propicia: en su bondad acoge mejor las flores de la meditación intensa que aparatosas y regias hecatombes. Hay, además, un noble orgullo en triunfar con pobres medios: el orgullo de la elegancia y de la sobriedad. Por otra parte, nada realza mejor la enérgica personalidad del investigador, distinguiéndole de la caterva de trabajadores automáticos, que aquellos descubrimientos donde la voluntad y la lógica dominan el mecanismo, y para los cuales el cerebro es casi todo y los medios materiales casi nada.




Santiago Ramón y Cajal
de Reglas y consejos sobre investigación científica,
Los tónicos de la voluntad, 1897
Capt. VI

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en Centro Virtual Cervantes

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