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RECUERDOS DE MI VIDA: Calor en Nueva York (Santiago Ramón y Cajal)

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Mediado el mes de julio, arribábamos a Nueva York, la estupenda ciudad de los rasca-cielos, de los multimillonarios, de los trusts avasalladores y del calor sofocante. Esto último fue para mí desagradable sorpresa. Creía que los países de hierba y las ciudades marítimas poseen el privilegio de gozar durante la canícula de moderada temperatura. Y yo, que en nuestro Madrid, la típica ciudad del sol y del cielo azul, siéntome enervado cuando el termómetro marca en las habitaciones 27º y 35º en la calle, tuve, mal de mi agrado, que soportar 32º o 33º centígrados en el hotel y 45º o 46º en las rúas. Y no obstante, los yanquis lo soportan como si tal cosa. Aunque sudando la gota gorda, veíanse por las calles trajinar afanosamente faquines y albañiles. ¡Oh, la fibra acerada de la raza anglosajona!...

Con aquel sol de fuego y con la profusión de instalaciones domésticas de gas y electricidad, compréndese que los incendios sean allí el pan nuestro de cada día. Mal de mi grado, hube de presenciar uno de estos terribles siniestros. Cierto día, y a deshora, iniciose el fuego en el cuarto de un huésped del principal. Cundió súbitamente la alarma en los hombres y la nerviosidad y el terror en las mujeres. Algunos huían despavoridos hacia la escalera principal, interceptada por densa y asfixiante humareda. Otros, más avisados, nos dirigimos a los balcones, donde la previsión americana, aleccionada por trágica experiencia, ha dispuesto ciertas grandes escaleras de salvamento. Pero ¿quién hace bajar a una señora tímida y nerviosa, como buena española, por aquellos aéreos peldaños? Por suerte, los bomberos acudieron a tiempo, sofocando rápidamente el incendio.

Pasado el susto, consideré los curiosos incidentes provocados por el terror. Desde el punto de vista de la psicología individual, nada hay más instructivo que un siniestro. Al huir, cada cual abraza a su ídolo: las madres a sus hijos, los recién casados a sus esposas, las cómicas a sus joyas y preseas, los comerciantes y banqueros a sus carteras y maletines. No hay como el espanto para denunciar el verdadero carácter y valorar rápidamente los bienes de la vida.

No caeré en la tentación de describir la gran metrópoli americana. Me limitare a expresar que admiré la famosa estatua de la Libertad de Bartholdi, el barrio comercial de Brooklyn, el puente audaz sobre el East River, los suntuosos palacios de la V Avenida, la famosa catedral de San Patricio, de que tomé por cierto excelentes fotografías, los colosales buildings albergadores de fábricas, sociedades industriales y grandes rotativos, las deliciosas playas de Brighton y de Manhatan, el incomparable parque central salpicado de alcores coronados de rocas y cubierto de magníficos árboles, y, en fin, los espléndidos comercios donde todo se sirve a máquina y en los cuales, a favor de ingeniosos artificios, la mercancía demandada circula por carriles aéreos, al través de inacabables corredores y pisos, llegando en pocos segundos, convenientemente empaquetada, a las manos del cliente. En la figura adjunta copio una fotografía que da idea de lo enorme de las construcciones de muchos pisos. Por cierto que, con ocasión de estos curioseos por los grandes almacenes, hube de comprobar, con pena, cierta sospecha que yo tenía sobre los sentimientos instigadores de la agresión de los Estados Unidos a España. Por consecuencia de la cruel, impolítica y contraproducente medida de concentrar en campamentos toda la población rural de la Gran Antilla, los cubanos supervivientes que, por falta de ánimos, no engrosaron las huestes de Maceo, huyeron en masa a los Estados Unidos (Cabo Hueso, Tampa, Nueva Orleans, Nueva York, etc.), buscando trabajo en campos, fábricas y comercios. Algunos de estos desventurados, hembras en su mayoría, con quienes conversamos en los obradores y tiendas de Nueva York, nos refirieron miserias y crueldades desgarradoras. Huelga notar que las lamentaciones de tantos millares de prófugos, pregonando y agravando hasta lo inverosímil la vieja leyenda anglosajona de la crueldad española, crearon en los Estados Unidos un estado emocional, que fue hábilmente explotado por los laborantes cubanos y por el partido imperialista o intervencionista.



Santiago Ramón y Cajal
Recuerdos de mi vida, 1923
(Capt. XVII)




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