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SUS OJOS SE HABÍAN CONVERTIDO EN MICROSCOPIOS (Santiago Ramón y Cajal)

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Ácaros en las sábanas
 (Imagen: http://www.fumigacontinente.com.ar/notas-insecetos-acaros-polvo.htm)



Sus ojos se habían convertido en microscopios, y no en virtud de alteraciones en la dióptrica ocular (imposibles, por otra parte, sin cambiar la forma dimensión del aparato visual), sino a causa de la extremada finura de la organización retiniana y vías ópticas y de la exquisita sensibilidad de las sustancias fotogénicas residentes en los corpúsculos visuales. Cada cono o célula impresionable de la fovea centralis había sido descompuesta en centenares de sutilísimos filamentos individualmente excitables, y la misma multiplicación de conductores había sobrevenido también en los nervios ópticos y centros visuales del cerebro. En realidad, Juan no veía los objetos más grandes, sino más detallados: el ángulo visual seguía siendo el ordinario; pero, en cambio, la membrana sensible del globo ocular, de resultas de la susodicha multiplicación de las unidades impresionables, gozaba ahora de la preciosa virtud de discriminar y diferenciar objetos y colores bajo fracciones angulares casi infinitesimales. Por consecuencia de tan estupendo perfeccionamiento, percibía nuestro protagonista (situado a la distancia de la visión distinta) las cosas como si estuvieran colocadas en la platina de potente microscopio.

Para ver como todo el mundo, es decir, sin detalles minúsculos, debía alejarse considerablemente de los objetos, los cuales achicábanse progresivamente con sujeción a las conocidas leyes de la perspectiva aérea y de la dióptrica de las letras.

Al comprobar nuestro héroe la maravillosa clarividencia de sus ojos, no cabía en sí de gozo y satisfacción. Por su alma emocionada debió de pasar una ráfaga de esa sublime y profunda sorpresa que la mariposa siente sin duda al abandonar la máscara de soñolienta crisálida. El sombrío y pesimista filósofo se había trocado, al influjo de la varita mágica del numen de la ciencia, en un ser extraordinario, en un genio portentoso. Roto el encanto del sentido visual, la Naturaleza se le iba a mostrar tal cual es y no como infelices ciegos, sus compañeros de especie, se la figuraban. ¡Cuántas inapreciables ventajas granjearía con su excelso privilegio! ¡Qué de pasmosos e insólitos descubrimientos le aguardaban!

De aquel profundo embobamiento sacóle al fin la desapacible voz de la vieja criada y el agrio rechinar de la puerta, que, al abrirse de golpe, lanzó sobre la cara del filósofo un vendaval de polvo y de indefinibles basuras.

-¿Quiere el señorito el chocolate?... ¡Son ya las nueve! exclamó la fámula, que, sin pedir permiso, entró en el cuarto y abrió inmediatamente el balcón.

-¡Cierra, por Dios! gritó Juan, deslumbrada la retina por la formidable claridad del sol y sintiendo el cuerpo envuelto por corriente arrolladora de partículas brillantísimas, que amenazaban obstruir sus pulmones.
Eran los detritus de la vida alta y baja, las emanaciones infectas del arroyo; los despojos alados e invisibles de millones de seres, que, cual culebras, desprenden la epidermis, arrojándola, convertida en volanderas películas, a la cloaca azul de la atmósfera; los infinitos bloques de carbón lanzados a guisa de proyectil por el cañón de las chimeneas de hogares y fábricas; las incontables briznas de seda, lana y algodón arrancados por el viento de las vestimentas del hombre; las indefinibles virutas microscópicas, en fin, con que el taller impurifica el ambiente, convirtiéndolo en caótico pandemonium, donde se mezclan, en confusión desesperante, informes partículas de piedras, colores, metales y maderas.

Creyó el pobre Juan haber caído en pestilente ciénaga, o asistir a la disolución de un mundo cuyos elementos hubieran retrogradado al caos primitivo. Y aunque sabía bien que el organismo posee defensas contra tan furiosa inundación de corpúsculos flotantes, no podía reprimir las reacciones descompasadas del instinto, que le obligaban de continuo a cerrar boca y narices, y a proteger los ojos con la mano, temeroso de que algún gigantesco bloque de carbón no fuera a dislacerar la córnea ocular, menoscabando el mecanismo del sorprendente instrumento de análisis.

Preciso es confesar que aquella lucha entre la nueva realidad y un organismo dispuesto y acordado para otra gama de impresiones visuales comenzaba a resultar enfadosa y mortificante.

La curiosidad de Juan pudo, sin embargo, más que la irritación de sus nervios, y sobreponiéndose a todo, se vistió rápidamente sin mirar a la ropa; tomó el chocolate sin examinar su composición; calóse, a fin de resguardar los sobreexcitados ojos, recias y ahumadas antiparras, y salió disparado a la calle.

El espectáculo que se ofreció a sus ojos semejaba ensueño de naturalista delirante. El mundo mosaico y el mundo de cristal: estas dos frases resumen las insólitas y desconcertantes sensaciones recibidas por Juan al hallarse en el torbellino de la calle de Alcalá y contemplar las aceras, los edificios, los árboles y las personas.

La impresión simple se había convertido en impresión compuesta, y la continuidad en discontinuidad.

En vez de colores uniformes, jugosos, fundidos por suaves transiciones: en lugar de superficies tersas y unidas, mostraban doquier los objetos, mosaicos o conglomerados de partículas coloreadas y agregados de filamentos y células. Masas grises, y aun blancas, a la vista ordinaria, exhibían granizadas de motas y manchas de color chillón que nadie hubiera sospechado.

Al mismo tiempo piedras, mármoles, ropajes, árboles, etc., descubrían un fondo como de cera o de cristal salpicado de oquedades, estalactitas, aristas, grietas y facetas, donde, descomponiéndose la luz, producía vistosos, coruscantes y variadísimos reflejos.

Reseñemos menudamente algunas de las sorprendentes observaciones hechas por nuestro filósofo, que imaginaba, en su creciente pasmo, haber sido trasplantado de repente a otro planeta.

Las hojas de los árboles parecían construidas de innumerables piezas poliédricas, opalinas y translúcidas, en cuyo espesor se divisaban acúmulos irregulares de esferas verdes, o sea granos de clorofila y otros corpúsculos incoloros.

El ramillete ofrecido por cierta florista resultó un objeto tan extraño y sorprendente, que necesitó Juan algún tiempo para comprender su naturaleza. Los pétalos del geranio semejaban granadas abiertas, cuyos rojos granos estuvieran velados por suave tul; los cálices de las rosas mostráronse cual blancos panales de abejas, henchidos de rosadas y fragantes esencias; en fin, las hojas de la azucena parecían colosales y cristalinas tulipas, rodeando espléndido joyel de topacios y diamantes. Y a esta hermosa obra de naturaleza añadía aún nuevos prestigios la luz, sembrando de estrellas movibles, cual joyas tembleques, las infinitas curvas y aristas del artístico y diáfano mosaico.

Pero lo que más le sorprendió fué el insólito y desagradable aspecto ofrecido por el semblante de los transeúntes. Con el hechizo del color y la lisura y uniformidad del cutis se había desvanecido la belleza.

¡Siempre el malhadado mosaico quebrando superficies y descomponiendo matices! ¡Una vez más la granizada de infinitesimales y agrios reflejos salpicando de deslumbrantes chispas los ásperos contornos! Al suave y desvanecido tránsito, de la luz a la sombra había sucedido la granulosidad cascajosa, la bravía y tosca rugosidad de una epidermis que, mirado de lejos, tenía algo de la piel del erizo y no poco del escamoso pellejo del cocodrilo. Grima daba descubrir, hasta en las más tersas y rozagantes mejillas, informe masa de témpanos céreos, o sea de células epidérmicas semidesprendidas; negros agujeros correspondientes a las hediondas aberturas de glándulas, y, en fin, matorrales de recias ballenas, es decir, de vello, cuyos deshilachados cabos, guarnecidos de mugre y de bacterias, columpiábanse amenazadores en el aire. Acá y allá complicados surcos y barrancos esculpidos en el amarillento material epidérmico accidentaban aún más las fronteras de aquellas extrañas edificaciones orgánicas que evocaban en la fantasía de Juan los monstruos gigantes de la fábula o los descomunales paquidermos de la fauna antediluviana. A cada movimiento respiratorio se removían y resquebrajaban, cual terreno estremecido por terremoto, los pliegues labiales, las ventanas de la nariz y las imponentes garras del monstruo humano, esparciéndose en la atmósfera un vaho turbio, donde centelleaban al sol hilos gelatiniformes de mucina, leucocitos coarrugados, láminas epidérmicas e infinidad de bacterias.

Los ojos, sobre todo, producían extraña impresión, mezcla de terror y de sorpresa. Circundada de dos movibles cortinas de cimbreantes bambúes (las pestañas), descubríase la córnea a modo de mosaico curvilíneo de cristal; veíase detrás el aterciopelado y policromo tapiz del iris, y allá en el fondo el purpúreo manto de la retina bordada en rojo por el rameado vascular y perennemente agitado por el acompasado batir de los glóbulos sanguíneos.

Desconsoladora igualdad campeaba en los semblantes humanos, en los cuales habían desaparecido, como por arte mágico, las diferencias de alcurnia, de raza y de profesión. Esencialmente democrático, el rasero de la tosquedad había uniformado los femeninos rostros a tal punto, que nuestro desorientado observador no acertaba a distinguir de cerca la fealdad de la hermosura, la juventud de la madurez. Por otra parte, ¿qué podía importar a los efectos de la apreciación estética el que aquellos avisperos, yermos y breñales cutáneos remataran un poco más acá o un poco más allá ni que en aquel almendrado de carne abundaran más o menos los rameados sanguíneos y las manchas pigmentarias? ¿Qué ganaría la luna con perder algunos cráteres o achicar unas cuantas cordilleras?

Porque, preciso es reconocerlo, para el desilusionado Juan todas las mujeres se asemejaban al luminar de la noche es decir, que se le presentaban salpicadas de horribles cicatrices variolosas. Por fortuna, nuestro héroe gozaba de un temperamento poco inflamable. De querer emular las glorias de Don Juan, hubiérale sido necesario, para no enfriar eróticos entusiasmos, contemplar a sus conquistas a más de 100 metros de distancia; proceder amatorio harto anodino que, en orden a eficacia seductriz, fuera como requebrar a las estrellas a través del ocular del telescopio.


Santiago Ramón y Cajal
Del capt. VI de
El pesimista corregido, 1905



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