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EL MISTICISMO Y LOS MÍSTICOS (Mario Méndez Bejarano)

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Carácter histórico-filosófico de la Mística: su heterogeneidad, sus direcciones. –Diferencia entre el misticismo y el ascetismo. –Tránsito del uno al otro. –Las órdenes religiosas. –Esencia de la Mística. –Origen, historia y desenvolvimiento del misticismo. –Predominio del ascetismo en Castilla. –Exotismo de la Mística en España. –Osadías del espirita místico. –Génesis y carácter del misticismo en España: sus formas literarias: su bifurcación. –Elementos humano y ontológico. Santa Teresa. –San Juan de la Cruz. –Bernardino de Laredo. –Fray Juan de los Ángeles. –Malon de Chaide. Diego de Estella.


La primera reivindicación de la personalidad filosófica nacional se debe a los místicos.



La escolástica envolvía en su impersonalidad las iniciativas, mas el misticismo, como no se apoya en una revelación oficial para todos los hombres, sino en una revelación individual, irradiada del Ser divino a cada estado personal de éxtasis, abre cauce a las iniciativas particulares o de esos individuos mayores llamados pueblos.



Así, pues, no cabe un credo místico homogéneo ni sistemático, porque el extático llega a la plena posesión de su objeto por intuición sentimental, sin auxilio de la dialéctica. Scientia procedens ex immediatis intentionibus.



De aquí dos direcciones principales: el quietismo, que no necesita de las obras, y el misticismo activo.



Conviene ante todo distinguir el misticismo del ascetismo, confusión en que inciden la mayoría de los críticos.



Si analizamos la génesis del misticismo, la hallaremos en un estado subjetivo congruente con pérdida de la inocencia intelectual. Cuando no puede sostenerse el dogma, porque frente a él hay otro, brota el escepticismo; pero, como afirmar que no se puede afirmar es ya una afirmación, no pudiendo permanecer en la negación absoluta, se infiere que, no mereciendo completa confianza nuestros medios de conocer, hay que arrojar esos instrumentos inútiles para salir de ese estado que hizo decir a V. Cousin que el misticismo es la desesperación de la razón humana y unirse sin intermediarios al objeto del conocimiento, identificándose ambos términos (duo quae ibi unum sunt).



Así el espíritu conoce a Dios por contacto esencial y por intuición (Cognitio divinorum fuit semper in anima per simplicem intuitum vel contactum).



Por eso en aquellas épocas cual el siglo de la Reforma, en que la duda, la inquietud, se apoderan de las almas, el misticismo llena un vacío del corazón, así como, por apoyarse en una revelación individual e inmediata, se torna sospechoso a los siempre desconfiados ojos de la ortodoxia. No sin razón; porque en la afirmación de la personalidad y su directa comunión con el Sol de toda verdad, late una tendencia racionalista, que la sincera religiosidad de nuestros místicos velaba considerando la intuición, no opuesta, sino superior a la razón, el grado más alto de la ciencia humana.



El ascetismo nace de la voluntad, el misticismo requiere un estado especial, la gracia.



El ascético busca una finalidad práctica: la salvación; utiliza la virtud a guisa de instrumento para salvarse, sin concederle valor substantivo. Es en esencia un egoísta, sólo atento a su bien particular, que procuraría, por cualquier medio, si estuviese seguro de su eficacia.



No practica el bien por amor, sino por conveniencia; no puede llorar de contrición, sino temblar de atrición.



El místico ama, contempla y no reflexiona; no piensa en su salvación por interés, sino en la fusión con el amado; no se preocupa de la conducta y se entrega por entero hasta el sacrificio de la personalidad.



Aunque no hubiera cielo yo te amara.



Muchos de nuestros escritores religiosos comienzan ascéticos y, cuando su espíritu se engrandece, se convierten en místicos. La orden religiosa de más pronunciado misticismo es en España la carmelita; la menos mística y más ascética, la férrea Compañía de Jesús.



Sin disputa el hombre ha nacido para la acción, no para el éxtasis. La contemplación misma debe considerarse como un acto enderezado al fin humano. La propensión a la vida mere-contemplativa supone una disminución de la personalidad. El estado místico se presenta a título de anormalidad psíquica y fisiológica; va saturado de sentimentalismo y exige un recogimiento interior que se siente en el alma cual si tuviera otros sentidos que sustituyen a los externos.



No sin fundamento escribía J. Simón: «Toute âme dévote est mystique à ses heures.»



La esencia de la Mística en Filosofía reside en el conocimiento por ministerio de la intuición y en Teología por la unión íntima con Dios, a la cual se asciende por tres vías: purgativa o ascética (depuración previa), iluminativa y sintética.



El misticismo gira como el Sol de Oriente a Occidente, sirviéndose como mediadora de la raza hebrea.



En anterior capítulo vimos cómo el misticismo latente hállase en las antiguas creencias asiáticas; en Platón; en Alejandría, singularmente en Filón, que desenvuelve las hipóstasis divinas inspirado en las teorías académicas, y en el mismo Plotino, cumbre y zenit de toda filosofía mística; en los gnósticos; en San Bernardo; en San Francisco de Asís; en San Francisco de Sales; en el andaluz Ibn Masarria, que lo infundió con mayor energía que nadie en los semitas españoles, y hasta en Lulio y en pensadores del siglo de las luces; en el dominico Eckart; en Juan Tauler, estrasburgués que volaba al panteísmo, y cómo se transmitió a la edad moderna.



La Literatura ascética, mucho más abundante que la mística, forma en Castilla una cadena no interrumpida desde Séneca hasta hoy.



La mística carece de antecedentes en Castilla. El misticismo no es español. Nuestro espíritu propende al positivismo; nuestra filosofía, a la moral y a la política, y nuestra novela es enteramente realista.



Algunos creen que Raimundo Lulio ofrece el nexo entre la mística oriental y la occidental.



Si en la Edad Media no se conocieron místicos en Castilla, ¿por qué después los hubo? Por tres razones capitales: por influjo de la mística universal; porque el sentimiento religioso tuvo ocupación en la guerra con los árabes españoles y no había logrado estabilizarse, y, en fin, por el renacimiento platónico y la difusión del petrarquismo. No estoy de acuerdo con Rousselot al señalar dos causas, la índole nacional y la falta de libertad religiosa.



Antes del siglo XV no hay en España sino traductores de los místicos alemanes y de los italianos, y después de enterrado el misticismo, ha continuado España sin libertad religiosa, de que carece todavía.



La situación política de España, la Inquisición y el despotismo favorecían su aparición, porque el arrobo aleja al hombre de la sociedad y brinda un refugio a todas las almas generosas y ardientes mal avenidas con las asperezas del medio social. De ahí su oposición con el ambiente contemporáneo, las ansias de reforma, tácitas o expresas, que a todos los místicos devoran y hasta la constante animadversión al clero, a la que éste y la Inquisición correspondieron con mal disimulada ojeriza.



En ese mundo subjetivo que la contemplación les crea, los místicos gozan de una libertad que la realidad exterior les niega, y desde sus luminosas cimas sientan principios que no hubieran osado exponer en la llanura social, porque tanto más atrevido se muestra el sentimiento cuanto más cohibido gime el pensamiento por la tiranía exterior.



En España, la poética de los trovadores presta adecuada forma al deliquio amoroso e imprime su sello en las producciones de nuestros místicos, harto propensos al conceptualismo, bien provengan de la fuente bíblica, como Laredo, San Juan de la Cruz y Jacinto Verdaguer; bien de la doctrina neoplatónica, como Fray Luis de León y Luis de Ribera, bien como Santa Teresa y Sor Gregoria, comiencen por el misticismo bíblico y adopten luego singularísimas formas (raptus). Es verdad que los alejandrinos alumbraron un venero de misticismo en cuyas aguas bebió el Maestro León, pero el sentimentalismo germinó con preferencia en el Cantar de los Cantares. Los españoles, sin darse cuenta, fundieron el ocaso del neoplatonismo con el alba de la metafísica cristiana, inflamando su pensamiento en la llama devoradora de un anhelo imposible de saciar.



Puede asegurarse que los españoles extrajeron todas las consecuencias del misticismo, desde la suprema iluminación hasta las más groseras prácticas, como en la secta de los alumbrados. Tenían mayor pureza en el procedimiento, y en vez de ascender a Dios por la razón, al modo de los alejandrinos, o por la admiración a la obra divina, amando a Dios en sus creaciones con la ternura de San Francisco de Asís, se subliman sólo por ministerio del amor. Santa Teresa compadecía a Luzbel, el ser más desgraciado, porque no podía amar.



Como su ascensión se verifica (non rationis sed mentis) desdeñando la escala reflexiva, no necesitó conocer a sus precursores medioevales San Buenaventura y Juan de Tauler, llamado «el doctor iluminado» cual nuestro Lulio; ni a Juan Charlier, a quien pudiera considerarse autor de un misticismo experimental que llega a la cópula con Dios, distinguiéndose siempre de él. Ni siquiera recordó al glorioso mallorquín, en quien debía reconocer su legítimo precursor. En realidad no confesaba génesis, porque no representó ningún proceso filosófico, sino un arranque pasional cuyo oleaje llegó a acariciar un momento las playas de la filosofía.



Tampoco necesitaba admirar la creación, porque, salvo alguna excepción cual la de Luis de Granada, ascético fronterizo de la mística, lleva un teatro interior y nada ve ni interpone entre el alma y Dios, su adorado esposo.



La filosofía mística española resulta de una fusión del neoplatonismo con el cristianismo, si bien no con acentuado carácter reflexivo, sino nutriéndose del sentimiento y dejándose llevar de la intuición.



Al contrario de la sequedad teutónica, el estilo de los místicos españoles es todo él una pura metáfora. Por eso sus escritos, no necesitando preparación filosófica, adquirieron tan inmensa popularidad.



Esta filosofía, original en su modo español, se desborda en dos direcciones opuestas, idealista exaltada la una y naturalista la otra. Ambas coinciden en que la intuición o vista inmediata del ser es la fuente del conocimiento; pero ambas se diferencian fundamentalmente en que la una encauza la revelación personal directa por las vías de la revelación universal consignada en la Buena Nueva, en tanto que la otra exagera la unidad, o mejor, la simplicidad, hasta considerarla incompatible con su propio contenido, viéndose obligada a establecer en la materia el principio de la diversidad.



La primera dirección, mal vista en sus comienzos por la ortodoxia influida de la sequedad tomística, es la escala por donde ascendieron Santa Teresa; Gregoria Parra; Fr. Juan de los Ángeles, que, siguiendo las huellas porfirianas, utiliza las distinciones aristotélicas para lograr el éxtasis; Malon de Chaide, que, lanzando su pensamiento por la vía neoplatónica, amplía la doctrina agustiniana de que Dios está en todas sus obras, porque, siendo El vía, veritas et vita, las cosas en El son El mismo, sin que tal principio suponga consubstancialidad, sino acuerdo de la voluntad por ministerio del amor; Diego de Estella, que se  representó a Dios como un centro sin circunferencia, hacia el cual, como dardo disparado, se precipita el pensamiento...; proceso que lleva inevitablemente en sus últimas determinaciones a un panteísmo idealista, negador de la materia.



Encierra la filosofía mística un elemento antropológico predominante en Santa Teresa, que aspira a la unión con Dios por el amor y la voluntad, a un connubio místico que nos hace amar en Dios a las criaturas, y otro ontológico el de San Juan de la Cruz, que procura la unión por la esencia y llega al anonadamiento, a la renuncia de la personalidad {Todo lo que va dicho de los místicos en general es reproducción del artículo que hace muchos años consagré al mismo tema en mi Historia General de la Literatura y amplié en la ultima edición (Tomo II).}



Santa Teresa de Jesús, llamada en el siglo Teresa de Cepeda y Ahumada (1515-82), profesó en la Orden Carmelita, fundó muchos conventos, sufrió contrariedades y luchó por la conquista de las almas, mientras sus hermanos guerreaban en América. Tenían por antecedente los escritos teresianos ciertos libros como el Tercer Abecedario espiritual, obra de abundante erudición y doctrina, una de las fundamentales para el estudio de la mística hispana, publicada en 1527 por Fray Francisco de Osuna.



La primera obra publicada por la Santa, a quien el nuncio de S. S. llamaba «femina andariega que se mete a escribir», se tituló El discurso de la vida e imita las Confesiones de San Agustín, cuyos admirables libros leyó según nos refiere ella misma.



Ya el libro despertó sospechas de iluminismo que motivaron un proceso en la Inquisición. El carácter de esta producción es de psicología mística y poco teológico, pues cuando se plantea algún tema transcendental procede como por tanteo y deja ver su inseguridad tanto en la materia como en el lenguaje.



El camino de la perfección contiene enseñanzas para sus religiosas y responde a la ética del misticismo. Los conceptos del amor de Dios, que ha llegado a nosotros muy incompleto, es un arrebato de amor divino en que explana las ideas místicas que la animaban. El mismo sentimiento que campea en los citados libros inunda los versos, auténticos los menos, y las epístolas de la Santa. Su misticismo se inspira en La Imitación de Cristo y en otros místicos anteriores, singularmente en Bernardino de Laredo y en el Cartujano, con no escasos influjos de las hagiografías y libros caballerescos.



Santa Teresa refleja su carácter en El castillo interior o Las Moradas, al pintar la hermosura del espíritu, la fealdad del pecado y cómo la oración es la llave del castillo interior. Dios, según la Santa, se comunica directamente al alma por visión intelectual «como se apareció a los apóstoles sin entrar por la puerta, cuando les dijo: Pax vobis»,



El espíritu de Platón, latente en todo misticismo, hace preguntar a la Santa:



«¿No sería gran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es y no se conociese, ni supiese quién fue su padre, ni su madre, ni de qué tierra?» Implícito en la ingenua interrogación, se esconde aquel sentido platónico de que el conocimiento de sí sirve de base a la ascensión del alma para llegar al conocimiento de la divinidad. Cada morada representa un grado de la oración, pasando de la oral a la mental; la quinta es la unión; la sexta, el éxtasis, y la séptima, la fusión en que no pueden separarse así como es imposible separar dos llamas. El plan recuerda el de la Scala coeli de San Juan Clímaco, en que los peldaños para ascender equivalen a las moradas de Santa Teresa.



En Las Moradas se notan las exaltaciones de su juventud, pues antes de ser monja trató, en colaboración con su hermano Rodrigo, de componer libros de caballería, y este carácter resalta en la obra, que forma una especie de libro místico de caballería. Es el tratado de la ontología mística.


A su exaltación religiosa atribuyeron los antiguos el bellísimo soneto que comienza:



No me mueve, mi Dios, para quererte.



Plenamente demostrado que no es obra de la Santa, ni de San Francisco Javier, ni de Fray Pedro de los Reyes (opinión de F. Espino), ni de Fray Miguel de Guevara (opinión de Carreño), ni de San Ignacio de Loyola, nadie ha podido justificar hipótesis alguna acerca del verdadero autor. ¿Quién sabe? Acaso la estirpe del soneto no sea siquiera española y sus raíces se extiendan por Italia, de donde tantas ideas inmigraron a nuestro suelo y en donde Francisco de Asís sembró los gérmenes de místicos espasmos, desvaneciéndose la personalidad en oleadas de divino amor.



El lenguaje de Santa Teresa no es muy correcto en verso ni en prosa. Ticknor lo ha tachado de declamatorio y difuso; el Sr. Arpa reprocha que suela ser «algo incorrecto su lenguaje y algún tanto descuidada la estructura de las cláusulas», y Menéndez y Pelayo en sus explicaciones (V. apuntes) decía que «apenas parecía prosa literaria». En la sinceridad de sus sentimientos y en la índole de su especial misticismo se ha de buscar el mérito de la santa doctora.



En vano el Sr. Sala y Villaret se obceca en hallar rastros de protestantismo en la doctora abulense, si no expresos, como cree hallarlos en San Juan de la Cruz, al menos en la forma posible para «una mujer iliterata, supeditada a las influencias varoniles, de las cuales una mujer no puede nunca prescindir». No, ella jamás pone en duda los dogmas del catolicismo; sustenta la tesis de la salvación por las obras, una de las más acentuadas diferencias entre católicos y protestantes, diciendo: «Obras quiere el Señor; que si ves a una hermana a quien puedas dar alivio, no se te dé nada de perder la devoción» (III de las Quintas Moradas) y no se niega jamás a adorar a la Virgen ni a los santos.



Su predilección por el Cantar de los Cantares y sus pujos de familiaridad con Dios, al cual casi humaniza, hasta negar la necesidad de intermediarios entre el Creador y sus criaturas y reprender a «las que ponen su fundamento sólo en rezar y contemplar» (Moradas Séptimas, c. IV), imitando un pasaje de Fray Luis de Granada, achaques son de todos los misticismos, flechas siempre atraídas por el blanco panteísta y, por ende, sospechosas a la ortodoxia.



Aun siendo hermanos en la religión, colaboradores en su reforma y ambos místicos, literariamente una barrera separa a Santa Teresa de San Juan de la Cruz. La primera desdeña el arte, no pule el lenguaje ni el estilo. San Juan no olvida que es un humanista y se complace en la perfección de la forma.



Juan de Yepes y Álvarez, conocido por San Juan de la Cruz (1542-91), carmelita y amigo de Santa Teresa, gimió preso en un convento de descalzos en Toledo. Sufrió allí crueles tormentos, incluso el de verse insultado y azotado por sus cofrades, y hubo de evadirse por una ventana que daba sobre el río y retirarse al corazón de Sierra Morena. Arrastrado por las ficciones propias de la época, se engolfa en una bucólica mística y semi-esotérica, cuyo fondo es el desprecio del mundo y la unión con Dios por el amor. La forma resulta obscura para el público en general por el sentido simbólico del lenguaje, y las imágenes proceden del Cantar de los Cantares. La Noche obscura del alma y cuanto San Juan escribió en prosa, se destinó a servir de clave para la explicación de sus poemas.



Yepes extrema la tesis teresiana. Para lograr a Dios se impone la renuncia de la naturaleza humana. Cuando las facultades se anonadan, recibe el alma luz de Dios, pero esta luz se convierte en tinieblas, noche obscura del alma, porque ésta no puede soportar tanto resplandor. El espíritu vive en la vida de Dios, sólo separado de ella por un velo. Cuando la muerte desgarre este velo comenzará la verdadera vida. Dios solamente satisface al alma enamorada que «se renueva y viste de El». «Las criaturas son como un rastro de Dios». Los mayores influjos que en San Juan se advierten proceden del Areopagita y de San Buenaventura.



¿Quién no ve también los gérmenes del quietismo, que antes preconizara Bernardino de Laredo, que posteriormente había de sistematizar el P. Molinos y que acecha al cabo de todo sendero místico, en estas palabras de la Llama de amor viva y en numerosos pasajes análogos: «En la substancia del alma, donde ni el demonio, ni el mundo, ni el sentido pueden llegar, pasa esta fiesta del Espíritu Santo; y, por tanto, tanto más segura, substancial y deleitable es; porque cuanto más interior es más pura; y cuanto hay más pureza, tanto más abundante, frecuente y generalmente se comunica con Dios; y así es tanto más el deleite, el gozar del alma y del espíritu, porque es Dios el obrero de todo, sin que el alma haga nada de suyo en el sentido que luego diremos. Y por cuanto el alma no puede obrar connaturalmente y por su industria nada, sino por el sentido corporal, ayudada de él, del cual en este caso está ella muy libre y muy lejos, su negocio es ya solo recibir de Dios, el cual solo puede en el fondo del alma, sin ayuda de los sentidos, hacer y mover al alma y obrar en ella...»



En la Subida al Monte Carmelo censura a los que sólo piensan en tener bellos oratorios e imágenes, porque «la persona devota en lo invisible principalmente pone su devoción».



El Sr. Sala ve influencias luteranas en la Subida al Monte Carmelo. El autor no da la importancia que Santa Teresa a las obras. Sienta que la fe es el propio y acomodado medio para la unión con Dios, y prosigue: «De lo dicho se colige que, para que el entendimiento esté dispuesto para esta divina unión, ha de quedar limpio y vacío de todo lo que puede caer en sentido; puesto en fe, la cual sola es el próximo y proporcionado medio para que el alma se una a Dios»... «El camino de la fe es el sano y seguro y por este han de caminar las almas para ir adelante en la virtud, cerrando los ojos a todo lo que es del sentido e inteligencia clara y particular.» Tales afirmaciones y otras análogas se nos antojarían sospechosas, como parecieron a los teólogos del siglo XVI, si no se conociera la peculiar fraseología de la Mística, y su propensión velis nolis panteística.



Uno de los primeros místicos y con originalidad de concepción es Bernardino de Laredo. De familia ilustre, nació en Sevilla el año 1482. Entró como paje al servicio del Conde de Gelves. En la Universidad hispalense estudió Artes, y luego terminó la Medicina con los grados de Licenciado y Doctor. A los doce años de su edad había sentido el impulso hacia la vida monástica, pero a los veintiocho se recrudeció la vocación, y en 1510 tomó el hábito en el convento de San Francisco del Monte. No por esto abdicó de la ciencia médica, ejerciéndola, bien entre sus hermanos, ya con sus vecinos, y aun el Rey de Portugal Don Juan II solicitaba su pericia en las dolencias. En el convento del Monte falleció el año 1540.



Todas las obras que publicó Laredo diolas como anónimas, seguramente por modestia. Algunas tienen notoria importancia en la historia de la Medicina; tales son: Metaphora medicinae (Hispali, 1522), y Modus faciendi: cum ordine medicandi (Hispali, 1522). Hubo otras ediciones en 1534 y 1542, de Sevilla, y una en 1617, de Alcalá. Hablando de esta obra, dice el Sr. Olmedilla y Puig que Laredo se adelantó «más de tres siglos a las ideas que expusiera el ilustre Liebig respecto a la teoría de la panificación».



La Crónica franciscana de la provincia de Los Ángeles le atribuye un Tratado contra el uso del vino.



Juzgando el Sr. Olmedilla la importancia científica de Laredo en el Discurso inaugural de la R. Academia Médica el año 1904, dice: «Sus obras conquistaron universal renombre, que, volando de pueblo en pueblo, a pesar de los difíciles medios de comunicación que entonces existían, alcanzó la estima de los sabios y de algunos monarcas, y en medio de la sublime aureola de su modestia, de que siempre estuvo rodeado, no ha podido menos la Historia de hacerle justicia, arrancándole del obscuro rincón en que voluntariamente se conservara, y hale ostentado a la luz de la opinión general con el prestigio que merece, como la perla escondida en el fondo del mar.»



Son sus obras religiosas Reglas de Oración y Meditación y Subida al monte Sión: por la vía contemplativa. Contiene el conocimiento nuestro y el seguimiento de Christo, y el reverenciar a Dios en la contemplación quieta (Sevilla, 1535). Hubo otras ediciones sevillanas en 1538 y 1553; y otras en Medina, en 1542, de Valencia, en 1590, y de Alcalá, en 1617. Libro es éste de transcendencia en la mística española. Su influencia se deja sentir en casi todos los escritores místicos y más honda en Fr. Luis de León. Aunque anheloso de confundirse con Dios, Laredo no llega a la absoluta negación de la personalidad, evitando el escollo panteísta que no todos los místicos salvaron.



La primera parte del libro, dedicada a la anichilación, tiene un valor esencialmente propedéutico, y entiende la negación de sí «negar a nuestro cuerpo toda petición sensual» (c. III). El alma ha de esforzarse por estar siempre en presencia de Dios y en estado de quietud.



La segunda, dedicada a los misterios de Cristo, abunda más en simbolismo y concluye distinguiendo la caridad del amor a nosotros y al prójimo. Amar a Dios es «desamar a quanto crió por amarle mejor a él... Pues como nos mande Dios que nos amemos unos a otros, y dize que en este amarnos seremos conocidos ser sus sieruos, Luego no nos conviene desamar todo lo criado... El amarnos unos a otros no tiene contradición para amar a solo Dios, quando quiera que a él le amamos por sí mismo y a nosotros nos amamos por su amor».



La parte fundamental es la tercera, «la qual llama el anima a se encerrar dentro de sí a la contemplación quieta». Ensalza la contemplación, «que es pura, simple y quietísima», celebrando los «grandes bienes que están en el sosiego del ánima con silencio de potencia», pues el sueño de éstas despierta el espíritu al vuelo del amor. El amor reviste cuatro formas. Se llama operativo cuando nos impulsa a la virtud; desnudo, cuando ningún interés le guía; esencial, cuando la substancia divina constituye toda su ocupación, y unitivo, cuando se llega a la perfección en la contemplación quieta.



Ofrece Laredo la singularidad de no haber recibido, al menos directamente, influios platónicos, antes bien parece un escolástico en ciertos pasajes, aunque contados y rápidos, p. ej., cuando trata de la distinción entre el espíritu y el cuerpo, llamando al primero forma del segundo, según el concepto peripatético anima est forma corporis.



El franciscano Fray Juan de los Ángeles (1536-609) señala otra variedad en la doctrina del amor místico. En su pecho no brota espontánea la llama, su teoría es seria y reflexiva. Comenzó por los Triunfos del Amor de Dios (1584) perfeccionados en la Lucha espiritual y amorosa entre Dios y el alma (1600), en que ambos contendientes se hieren y cautivan; prosiguió exponiendo su doctrina en los Diálogos de la conquista del espiritual y secreto reino de Dios (1595) y después de la Lucha publicó el Manual de Vida perfecta (1668) y otras obras de menor interés impregnadas de igual misticismo.



Distingue las varias clases de amores; sostiene que el alma es tabla rasa y susceptible de educación; considera la voluntad como una libre y dulce inclinación hacia Dios; llama a la inteligencia nodriza de la voluntad y asiento en Dios el fin de la voluntad y el entendimiento. Para llegar a El hay que pasar por tres purificaciones: renunciar a todas las nociones procedentes de los sentidos y a todas las representaciones de la fantasía, porque Dios carece de forma y es, por tanto, inimaginable, y renunciar a conocerle por el razonamiento, porque Dios no puede ser definido ni demostrado, siendo el demostrador universal.



Nótase en Fray Juan la estela porfiriana, y acaso el influjo de Juan de Ruysbroeck, a quien no sé si leyó.



En cambio el agustino Pedro Malon de Chaide, fallecido en 1589, poeta, orador y teólogo, autor de la Conversión de la Magdalena, al desenvolver la teoría del amor divino, principio y ley de la creación y de la vida, sigue las huellas de Plotino, no sin utilizar para arribar al éxtasis las distinciones del Peripato. El conocimiento de las cosas divinas redime al alma del pecado y el amor la sublima dándole una ciencia superior en el seno del Infinito. La creación es un ejemplar divino; el amor, el artista que da forma y belleza a lo que antes no la tenía.



Dios se nos presenta como centro de un círculo cuyos radios son las criaturas, encontrándose El en cada radio. No hay más que una vida y esa está en Dios: ego sum via ventas et vita. La obra de Malon, más que alta especulación filosófica, semeja tratado de vulgarización. El mismo nos advierte en el prefacio que se inspira en «los que mejor hablaron de esta materia», es decir, en las doctrinas de Hermes Trimegisto, de Orfeo, de Platón, de Plotino y de Dionisio Areopagita. Y no nos engaña, porque así como su teoría del amor considerado como atracción a lo bello proviene directamente de El Banquete, su concepto de la idea arrranca de la escuela alejandrina. En su entusiasmo platónico, Malon se olvida de sí e imita y a veces traduce Sopra l'amore de Marsilio Ficino.



Confirma el sello vulgarizador, la humorada de intercalar versos propios y ajenos, que trata de justificar diciendo: «La razón de esto es, porque ya por nuestros pecados tenemos tan estragado el gusto para todo lo que es de Dios y virtud para poder tragar lo que de esta materia se nos dice es menester dárnoslo con mil sainetes y salsillas y muy bien guisado, y aun Dios y ayuda que así lo podamos comer.»



Diego de Estella (1524-78), en sus Meditaciones devotísimas del amor de Dios (1578), obra erudita y en el estilo imitadora del inimitable Fr. Luis de Granada, piensa en Dios como Ser único, ubicuo, principio de todo y centro hacia el cual todo gravita, no obstante que su circunferencia no esté en parte alguna. La doctrina del P. Estella, aunque bien expuesta, no trae novedad a la mística.



 


 Mario Méndez Bejarano (1857-1931)

Historia de la Filosofía en España hasta el siglo XX
(obra completa en  filosofía.org)


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