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EL CALOR DE LOS DOS CUERPOS SE MEZCLABA (Ramón J. Sender)







—Una plaza más a Montparnasse. Por cinco francos, a París en veinte minutos. Cómodamente a París en un cuarto de hora. Ignacio no veía que hubiera sitio para un pasajero más. Sin embargo, el chófer insistía. La mujer que se había sentado delante, y que parecía una hembra de colmillo retorcido, abrazaba la cesta y decía: —Cada cual mira por sí como el diablo le da a entender. Inesperadamente apareció en la acera, al lado del chófer, Marcelle, la esposa de M.Saint-Julien. Recatada y sugestiva a un tiempo, como siempre. Miraba al interior del taxi con recelo y al ver a Ignacio pareció sorprendida. Fue una mirada de duda que se convirtió en sorpresa y confianza. Se acercó y dijo un poco turbada: —El chófer se empeña en que hay sitio. Los viajeros se apretaron un poco, pero a pesar de sus buenos deseos no lograban hacer bastante lugar. Sentía Ignacio las caderas del campesino contra las suyas. El hombre de la maleta parecía francamente disgustado y dijo entre dientes: "Es contra la ley llevar más de cuatro pasajeros". El chófer desplegaba su jovialidad: —Madame tiene que llegar a tiempo para ver a su esposo antes de las pruebas que van a hacerle en el hospital. Habría querido Ignacio dejarle su lugar y quedarse a pie esperando otro taxi o marchando a la estación a tomar el tren. Pero en los dos casos perdería la cita con Catherine. Dijo que tenía también asuntos en París a hora fija. El chófer buscaba soluciones:
—Madame puede acomodarse en las rodillas de algún caballero. ¿O es que se ha acabado la cortesía en Francia?
En broma y sin creer que ella aceptara, intervino Ignacio con el lugar común galante:
—Para mí no será una molestia, sino un privilegio.
Y sonrieron todos. Marcelle estaba calculando las posibilidades. Si la mujer que iba delante cediera la cesta a alguno de los pasajeros de atrás Marcelle podría sentarse en su falda. Pero la sola hipótesis pareció alarmar a aquella mujer, que abrazó más estrechamente su tesoro. Entre las dudas y las risas amables dijo el chófer:
—¡Será un peso dulce! Por otra parte, monsieur es amigo de madame y de su esposo, que yo lo sé.
Y volvía a reír cuidando de que su risa no resultara equívoca. Era sólo una risa bonachona de cinco francos. En fin madame se instaló procurando que los contactos fueran lo más neutros posible. La portezuela se cerró y se oyó el motor. Al partir el coche sintió Ignacio el cuerpo de Marcelle resbalando sobre sus muslos. En la expresión de Marcelle trataba de ver Ignacio algo concreto, por ejemplo en el temblor de su voz cuando respondía: 
—Voy bien, no se preocupe. 
En aquella voz veía Ignacio alusiones a los juegos sexuales de los niños con sugestiones (blanco y azul) de amanecer. Aquello había sido una sorpresa imprevisible y la consideraba Ignacio un buen presagio en relación con la intriga de Catherine. Bien comenzaba el día y no podía acabar mal. Cuando el taxi alcanzó velocidad mayor sintió que el cuerpo de Marcelle, obligado por el propio peso, se inclinaba a veces sobre su pecho. Con un movimiento instintivo Ignacio puso la mano en la cintura de la mujer y ella dijo entre dientes: 
—Perdone, pero no puedo evitarlo.
Lo decía con cierta vergüenza. Ignacio sintió en aquella voz lo que había de pureza merecedora y no pudo evitar oprimir más la cintura y alzar un poco las rodillas para sentir más cerca aquellas redondeces tibias. El calor de los dos cuerpos se mezclaba. Lamentaba Ignacio que el taxi anduviera tan de prisa porque hacía más precaria y transitoria una situación encantadora. Dijo el chófer:
—¿Va bien, señor?
—No puedo ir mejor, mon Dieu. Espero que madame vaya cómoda.
Ella miró el relojito de pulsera como dando a entender que estaba —y debía estar— impaciente y deseosa de llegar. Pero en aquel momento Ignacio se sentía excitado y pensaba que más tarde explayaría sus ansiedades en los brazos de Catherine. ¿Qué más daba? Como dice Bernard Shaw, en la naturaleza no hay sino deseo y voluptuosidad. El amor no existe en estado natural. Es una invención. Le sorprendía y extrañaba que Marcelle no hubiera insinuado protesta alguna y entonces trató de adaptar mejor y más explícitamente (sin disimular su deseo viril) su cuerpo al de ella. La reacción de ella era siempre la misma: volver a mirar nerviosamente el reloj. Eso le parecía natural a Ignacio, pero no le cohibía lo más mínimo. "A ella debe de parecerle natural e incluso halagüeña mi ansiedad. Al fin es una mujer y soy un hombre. Un poco de atrevimiento es siempre un homenaje y a veces un gran homenaje para la hembra.


Ramón J. Sender
En la vida de Ignacio Morel, 1969


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scribd. (previo registro)

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