inicio

EL DESASTRE DE ANNUAL: Orines con azucar (Ramón J. Sender)




Viance mira con espanto al cielo; pero no hay ya nubes; no es de temer, por ahora, otro salto. Ni las ametralladoras ni los cañones contestan. Alguna granada y el indeciso crepitar de los fusiles. Los moros ríen, gritan, amenazan desde su zanja. Tienen un acento victorioso incomprensible después de esa carnicería. Las baterías de Annual disparan ahora muy cerca de la trinchera, ya borrada entre montones de tierra removida y hoyos de las explosiones. Dos o tres granadas caen por casualidad sobre la trinchera perpendicular y quedan a los costados, tendidos, pedazos de trapo, miembros humanos quizá. 
Viance se siente bañado en sudor frío. Tiene náuseas, le duele el hombro, las encías, y en el cuello cerca de la espalda parece que le han clavado un gancho de acero. Tarda un rato en darse cuenta de quién es, y cuando se pasa una mano por la barba, no siente ningún contacto. Después, sí. Nota como dos asas bajo la piel floja, a lo largo de cada mejilla y piensa que tan flaco no podrían afeitarle sin hacerle alguna cortadura. Se sienta. Le asoma por el roto del pantalón una rodilla seca y magra. A su derecha, hay como cuatro metros sin refuerzos. «¿A que se han cargado a aquel de la cara tan lastimosa?» Y sin saber por qué siente por él un desprecio infinito. En el fondo tiene el convencimiento de su superioridad, y lo autoriza un hecho mezquino: el haber bebido los orines con azúcar mientras que el otro los ha tomado solos. 
(...)
Vienen dos soldados llevando el fusil cogido por la correa, colgando, para no quemarse. Uno, con la cabeza vendada, que parece el muñón nudoso y nevado de un árbol, fuma un pitillo y repite que estuvo en Cuba y se gastó buenos cuartos.
(...)
Sueltan los dos a reír. Viance repite al oírlos:
—¡Voceras!
Le molesta que hablen los demás, y sobre todo que se rían. Nuevas descargas y de nuevo funciona la artillería. 
Algunos se alzan trabajosamente con un aire aburrido, y un sargento se acerca:
—¡Arriba, Viance!
Se quiere incorporar; pero cae y queda arrodillado, con una mano en tierra y la otra apoyada en el fusil.
—¡A la orden, sargento!
No puede alzarse, y al darse cuenta el sargento lo incorpora y lo deja de pie pegado al parapeto, con el fusil dispuesto. Coge otro él y se pone a su lado. Le ofrece la cantimplora.
—¿Están calientes?
—No. Se han enfriado y llevan azúcar. Viance bebe por segunda vez desde hace tres días. Sed, lo que se llama sed, no la siente. El primer día no podía parar. El segundo ya casi le daba lo mismo, aunque se le aflojan a uno los huesos y salen ampollas en los labios. Después vuelve otra vez la locura de la sed, y luego una modorra que hace hervir los sesos y las entrañas y que a los cinco o seis días en una tarde de este mes —julio— se lo llevan a uno rabiando como un perro. Viance pregunta:
—¿Hay relevo?

El sargento niega y dispara. Hacia la mañana se podrá dormir un poco.
—Yo lo que quería es partirle el alma a un áscari de los que han salvado la piel —gruñe Viance.
Pero el sargento le dice que esté alerta, que podría ser que repitieran el asalto. No sabe porqué, Viance se deja caer otra vez de rodillas, musitando:
—¡Yo también soy un voceras!
Consigue pensar en sí mismo; pero se ve atontado con la ecuánime frialdad con que se ve aun desconocido.
—¿Qué soy yo? Hablo, hablo y no sé para qué, porque aquí nadie escucha. Es igual que grites como que hables al oído. Se ríen y se van. Y si dices que es una injusticia, se están riendo hasta el toque de silencio. Nada, nada, eres, Viance. ¡Voceras, coño, que os hartáis de meaos y creéis en el convoy de mañana!
Un silencio. Hacia el rincón, cantan los fusiles y redoblan las ametralladoras.
—¡Buena canción! Si estuviera aquí aquel oficial herrero que bailaba con el ruido del yunque y con el son de las campanas cuando no estaba el patrón, también bailaría ahora. 
Vuelve el amigo de la expresión «lastimosa» cojeando:
—¿Y eso?
—El médico nos pone «servicio» a todos los heridos que se pueden tener en pie.
—¿Ya no hay tiros de suerte?
—¡Sí, aquéllos! —y señala el rincón de los muertos.


Ramón J. Sender
Imán (1930)


_____
Ver obra completa
en scribd. (requiere registro)


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.

Entradas relacionadas

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...