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RAMÓN J. SENDER: RAZONES PARA UN CLÁSICO DEL SIGLO XX (Juan Carlos Ara Torralba)



Uno viene observando, de un tiempo acá, cómo andan asentándose algunas taxonomías aceptables para la localización cabal, en nuestra sinuosa enciclopedia, de los novelistas del convulso siglo pasado. En los días que corren proliferan los inventarios, razonablemente unánimes, y las colecciones que transparentan un progresivo consenso. Comienza el siglo XXI y llega la hora propicia (más una pizca de superstición cronológica) de clasificar, de sugerir especies y clásicos de las formas de escritura de la vigésima centuria.
No parece lógica, sin embargo, la tenaz desubicación de la obra y figura de Ramón José Sender Garcés (Chalamera de Cinca, Huesca, 3-II-1901; San Diego,California, 16-I-1982) no sólo dentro del canon occidental sino del más modesto territorio de la historia literaria española. 
Algo habrá que decir, sin embargo, de un novelista que no carece de lectores contumaces, de reediciones continuas, de traducciones a un holgado número de idiomas y, paradójicamente, de críticos que una vez sí y otra también señalan al autor de Imán como el cuarto gran novelista español, tras Cervantes, Pérez Galdós y Baroja. No deberían faltar cálculos y razones para tamaña elevación, y se me ocurre que el más sobresaliente de ellos (quizá por ser el de mayor profundidad) pasa por que la escritura de Sender alcanzó a recorrer la realidad de su tiempo con idéntica clarividencia que la de Cervantes y Galdós respecto de los suyos.
Sí, la novelística de Sender es esencialmente recursiva, extensa, ensayística en cuanto que preparado atento a captar los niveles del existir (título de un inolvidable libro de la enealogía Crónica del alba) del hombre del siglo XX. Como tal, a Sender no le faltó el requisito indispensable para ser un escritor de su época: la vocación de modernidad. Sender manifestó en diferentes ocasiones esta propensión bien en juicios y afinidades electivas, bien en confidencias epistolares y menudas, como las correspondidas con su coterráneo y compañero de exilio Joaquín Maurín. Conviene reparar en que tal característica, la de probar con solvencia diferentes modos de acercamiento a los niveles, se considera propia de cualquier artista clásico del siglo pasado, desde Picasso a Stravinsky. Ensayó Sender varias fórmulas, y ésta es causa no sólo de que se hable de un primer o de un segundo Sender, sino también de la desubicación arriba sugerida.
Pero con la vocación no basta para ser clásico, ni siquiera en un siglo en el que poco a poco la apuesta (la propuesta, el gesto original y vanguardista) pareció valor suficiente en la sucesión de ismos y mercados culturales. Sender añadió a aquella obsesiva voluntad un oficio narrativo sin el cual no se comprende la escritura compulsiva de miles de páginas (ni tampoco, en similar orden de cosas, la hechura efectiva y la técnica impecable de los cuadros del admirado Picasso). Resultan reveladores, en este sentido, los consejos de veterano autor que Sender insinúa a su amigo Maurín trashaberle enviado éste, candorosamente, el borrador de una obra. Hablaba allí Sender de confiarle trucos y otras artimañas de carpintería novelera. Un lector de Sender los intuye tras la perfección del diseño de situaciones, composición y personajes.
Desde la distancia crítica de lector no inocente puede intuirse, asímismo, que Sender tuvo su aprendizaje. Fue también mancebo de las letras como lo había sido de farmacia en su juventud, allá por tierras aragonesas y madrileñas. Largas jornadas de ejercicio periodístico (y con seguridad la lectura atenta de algunos maestros como Baroja, en el tono menor y aventurero, y aun Valle-Inclán en el épico-trágico) le adiestraron en el manejo magistral de su mejor arma literaria: la crónica. No debe olvidarse que Sender firmó cientos de artículos y crónicas en La Tierra oscense o en los madrileños El Solo La Libertad, entre otras muchas revistas (cientos de artículos enviados cumplidamente a la «American Literary Agency» en intervalos precisos y durante años de penoso exilio), y que el título de una de sus obras más justamente afamadas es Crónica del alba. Así, en su indagación de los niveles del existir y de la realidad profunda de su tiempo Sender jamás olvidó los fundamentos documentales, cronísticos y aun reporteros. Todas las novelas de Sender tienen una especie de grado cero, falsamente simple, de escritura. Hay una historia progresiva, lineal. Jamás falta el suceso.Ahora bien, sin negar la habilidad de escritura de la ocasión, del sucedido o de la anécdota, el oficio y la vocación de Sender tendieron a trascender la crónica mediante la fundación de otros niveles
de significado sobre aquélla; estratos progresivamente míticos,simbólicos; ensayos de explicación globales de la condición humana. Ambas cosas, crónica y alba, son lo que queda y lo que más atrae de su escritura.
Con aquel bagaje imprescindible, Sender fue superando y asimilando, sucesivamente, el psicologicismo modernista, la crónica sentimental, el documentalismo tremendo, el expresionismo, el existencialismo y aun el realismo mágico (hasta lisérgico) de sus novelas de madurez americana. Un poco de todo ello hay en sus obras del largo exilio, y al análisis de tales modos han dedicado los más perspicaces críticos bastantes páginas. A ninguno de los últimos les falta, claro parece, razón; señaladamente a los que atienden (allende etiquetas que hermanan justamente a Sender con los expresionistas alemanes de entreguerras, con Kafka, con Sartre o Camus, con Graves o Faulkner) los logros propios del que aspira a una vigencia canónica o enciclopédica (el imperativo atemporal) de sus novelas. Uno de ellos es la tendencia natural de Sender a la mostración épico-trágica de conflictos individuales de un héroe arquetípico. Este aliento teatral suele identificarse con lo que Sender llamaba entrar en situación, y que en el autor de Los laureles de Anselmo pasó por someter a sus protagonistas (siempre solitarios, siempre perseguidos, siempre supervivientes) a encrucijadas inevitables dentro de la armazón cronística y que dejaban al descubierto la condición más ganglionar (adjetivo tan grato al pensamiento senderiano, siempre atento a los vínculos de unión entre lo material y lo trascendente) o natural del género humano. 
Esta obsesión por desenmascarar al hombre y dejarle solo frente a los impulsos más primarios puede detectarse desde Imán (1930) a En la vida de Ignacio Morel (1969), y responde a ese designio primitivista y tremendo que recorrió las artes occidentales en el ancho campo cronológico que comprende el tranco 1920-1970, año arriba, año abajo. Propendió Sender a desbaratar las llamadas mistificaciones de la ideología y el arte burgueses mediante la denuncia documental y la trascendencia mítica. Estas inquisiciones se resolvieron en la narrativa senderiana a través de inevitables secuencias de culpa, expiación y violencia, trufadas de regresos a la infancia o de ascensos simbólicos a un mundo angelical y mágico. En Sender, este nivel, esta esfera monitora llegaría a confudirse naturalmente con el refugio en la memoria y en la propia escritura.
Tal vez sea la asombrosa capacidad de fabulación la que termine de explicar el porqué del carácter clásico de una narrativa senderiana que siempre partió del azar de la crónica y del sucedido hacia la lección mítica y consoladora. Y es que sólo los clásicos saben poner en tela de juicio la realidad aceptada; ellos conocen cómo sacudir e inquietar al lector con parábolas que procuran gozo y reflexión, que delimitan una nueva estética e incluso una nueva epistemología que al cabo de los años se entiende como normal o propia de una época pretérita, pero accesible.


Juan Carlos Ara Torralba
de Ramón J. Sender
Novelistas españoles del siglo XX
Noviembre 2003

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y debidamente anotado
de la Fundación Juan March


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