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AURA O LAS VIOLETAS (J.M. Vargas Vila)




Dos meses habían transcurrido;

el dolor no había muerto, se había dormido en el corazón; la paz empezaba a renacer en la casa y yo ocultaba a mi madre la tristeza que me devoraba, fingiendo que el olvido penetraba poco a poco en mí alma;

no había vuelto a ver a Aura ni oído hablar de ella, después de su matrimonio; se esquivaba estudiadamente hablar delante de mí, de todo aquello que pudiera remover en mi memoria las funestas escenas que habían pasado;

dominado por el hastío y en busca de distracción, fui a la ciudad donde se hallaba una compañía dramática dando una temporada de funciones;

una noche que concurrí al teatro, me entretenía momentos antes de principiar la representación, en repasar con mis gemelos las filas de palcos ya repletos de señoras, cuando mis ojos se detuvieron en uno, cuya puerta acababa de abrirse; dos personas entraron en él: ¡eran Aura y su esposo!

ella entregó al anciano la capa de pieles con que venía cubierta y pasó a ocupar la delantera del palco, apoyando sobre la barandilla su brazo desnudo, con una majestad de reina; 

venía sencilla, pero elegantemente vestida; traía un traje de terciopelo negro, que dejaba en descubierto su pecho y sus brazos de alabastro, y de la línea negra de su traje se destacaba su busto delineado y perfecto, como si hubiese sido esculpido en mármol de Paros por el cincel de Fidias, sosteniendo su cabeza divina, que hubieran envidiado por lo ideal, las vírgenes de Rafael y de Murillo; 

sus hermosos ojos brillaban como dos carbunclos bajo su frente serena, a la que daban sombra sus cabellos caídos sobre ella primorosamente peinados a la capital; por único adorno llevaba un ramo de violetas sostenido por un broche de brillantes en la cabeza y otro en el pecho; 

la palidez de su rostro comunicaba más fuego a su mirada y más encanto a su fisonomía; su elegancia, su hermosura, su reciente matrimonio, llamaron sobre sí atención general, y los anteojos del patio y los de los palcos me clavaron en ella; 

era la primera vez que aparecía en público después de su enlace, pues todo ese tiempo había permanecido en una de las haciendas de su esposo;

imposible pintar la sensación que experimente; celos, amor, despecho, rabia, todo se agolpó a mi corazón; guardé el binóculo en su caja, y me senté aturdido en la butaca y así permanecí largo rato; al fin, no pude resistir al deseo de mirarla y alcé los ojos a su palco; 

ella recorría en aquel momento con la vista la platea, de repente sus ojos se encontraron con los míos; sobrecogida, fascinada, se quedó inmóvil; ambos comprendíamos que estábamos sosteniendo a nuestro pesar aquella mirada de fuego, pero la naturaleza era superior a nosotros y nos retenía allí suspensos y absortos como dos seres que han llegado al mismo tiempo a la orilla de un abismo;


J.M. Vargas Vila
Aura o las violetas, 1887



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