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CENSURA SOBRE LOS "ANALES" DE C.C. TÁCITO (Anónimo)



Cursando en Salamanca muchos años ha dos caballeros que solemnizaban en mi casa con mucha risa cierto lugar de Cornelio Tácito, preguntándoles yo el pensamiento, me dieron de mano, diciendo: Señor, no [es] esto para todos. Con la misma ponderación y secreto habla de este Autor, el más prudente, y el que mejor lo entiende. Esta emulación fue principio, para que yo, poco a poco, y a ratos perdidos en la ociosidad de Roma, acabase de traducir los Anales e Historia con los ritos y costumbres de la Germania, y vida de Julio Agrícola, yerno del mismo Cornelio Tácito. Mi intento fue pasar el tiempo en este trabajo, sin que ninguno lo supiese; pero no siendo posible, luego se divulgó que yo había traducido a Cornelio Tácito en castellano, corriendo voz próspera, y adversa, como sucede en todas las acciones humanas. Los amigos han deseado ver impresa esta traducción y yo algún día me lo he puesto a pensar, pero llegando a la resolución, aunque este Autor es bien celebrado de los mejores ingenios; y Plinio lo alabe, diciendo que tuvo don del cielo, para escribir cosas dignas de ser leídas; y Thomas Sertino afirme, que ningún historiador llegó al Tácito, por la similitud de su historia con la de nuestros tiempos, y experiencia de Corte y costumbres de Príncipes; y Andrés Alciato diga que todos los otros escritores cansan y que este inflama; y Justo Lipsio lo llame huerto y seminario de preceptos, encargando a los Príncipes y Consejeros que sigan a este Capitán de prudencia y sabiduría; con todo, midiendo el propio afecto con la utilidad común, conformándome con la opinión más sana del Cardenal César Baronio, el P. Pedro de Riva de Neyra, del P. Antonio Possevino, de la Compañía de Jesús, y juntamente con Tertuliano, y el Doctor Pedro Canneheiro, que lo reprueban de impío y mentiroso, diciendo que no lo debe seguir algún cristiano, alabándolo de obscuro y que lo mejor que tiene es lo que alcancen pocos, no hallo razón para pensar, que convenga imprimirlo en español; siendo mi opinión que cuanto puede ser provechoso para aquellos pocos, que con discreción lo entienden en su original, tanto vendrá a ser dañoso, si corre en nuestro vulgar por manos de ambos sexos de todas edades y estados.
Perseverando pues, en este acuerdo, no dudando que en España habrá habido otros ingenios que habrán trabajado, o al menos intentado, la misma traducción, y que no habrán tratado de la impresión por los mismos respetos que yo, he entendido que el consejo ha remitido la censura de cierta traducción al Padre Juan Luis de la Cerda, de la Compañía de Jesús, para que determine, si será conveniente, que se impriman en Castellano; y aunque en tan grande Religión la sinceridad española no tiene que temer la corrupción, no puedo dejar de decir que no me han maravillado tanto las monstruosidades que he leído en este libro, por haber sucedido en aquellos tiempos de tinieblas, como me ha causado estupor saber que en estos de luz, y en España, propia casa del sol sea menester considerar si conviene imprimir a Cornelio Tácito en nuestro vulgar. 
Pero como yo me podrí­a engañar, me pareció recoger algunos motivos, para consultarlo mejor, hallándome en alguna manera obligado, principalmente en esta ocasión, por el tiempo que he gastado en retratar este Autor, al cual así como escribió con prudencia y agudeza, y ha menester estas dos propiedades quien lo hubiere de leer, como dice Lipsio, mí­ me parece que careciendo el vulgo comúnmente de estas dos cosas, contentándose más los hombres prudentes de leerlo en su original, podrí­a ser que resultara en daño universal, porque como dice Cornelio Tácito de Augusto, que con fin de tachar y condenar a Tiberio de vicioso (por la gloria que de la comparación de tal sucesor le podrí­a resultar), había escusado en las muestras sus costumbres en Senado, así­ al contrario de este Autor, me atraerí­a a afirmar, que por no parecer impí­o y cruel nos da a entender que el condena a Tiberio, siendo su fin excusarlo y hacerlo digno de imitar. Pero tomando el agua algo de lejos, muy al contrario de muchos, me persuade lo que he podido colegir de este Autor, porque si bien habló con impiedad en muchas cosas y hubiera hecho mejor en sepultarlas en silencio, o a lo menos pudiera excusar escribir tan por "menudo las circunstancias, a mi me parece, que no nos representó los vicios y torpezas de que trata, para que lo abracemos, sino para que nos guardemos, no para nuestro daño, sino para nuestra conservación, como diestro médico, que con un veneno cura otro veneno; y dado que no tuviese tal intento el Autor, no ay duda, sino que ha menester presuponerlo el lector, sabiendo diferenciar los tiempos, y conocer las causas, par no errar en juzgarlos y enjuiciar los efectos. 
Pues dejando aparte, que Cornelio Tácito como gentil fue enemigo del nombre cristiano y que habló de Cristo Nuestro Redentor como vil idólatra y que mintió en algunas verdades de la Sagrada Escritura, porque esto se podí­a cuitar con no imprimirlo, no se puede negar, sino que procuró descubrir las costumbres y conciencias de los Prí­ncipes con odio particular, mostrando que las más veces en sus pasiones suelen ser peores que plebeyos, tanto por ser así­ verdad algunas veces como porque el amor que siempre le tira de la libertad de la patria le mueve a hacer odioso el Imperio de uno solo, y mucho más el nombre Real. Y aunque él más se justifique al principio de sus Anales, diciendo que escribe libre de odio y de afición, no hay duda, sino que se apasionó mucho en algunas cosas y se puede ver en el modo con que habló de Germánico, comparándolo con Alejandro, sólo porque tení­a ánimo de libertad. 
Engrandece con notable artificio la prudencia, las fuerzas y el valor de los Romanos sobre todas las naciones del mundo; enseña cómo se ha de vivir en tiempos calamitosos quedando la servidumbre tiene la cerviz rendida al fiero golpe del Tirano. Alaba los rastros de libertad, que permanecieron en los ánimos de algunos varones ilustres, como en gloriosos sepulcros de la primera República, estimando en más la paciencia y prudencia de aquellos, que con disimulación y constancia sufren la tiranía de los Prí­ncipes, de la manera que un mal temporal o un año de hambre o de peste, exhortando que, pues que gozamos de los frutos de los Prí­ncipes buenos, padezcamos varonilmente los efectos de los malos, recompensando la esterilidad de los unos con la fertilidad de los otros. Honra con la memoria de sus nombres a aquellos que con prudencia y sagacidad escaparon de las manos de los Prí­ncipes tiranos quedando libres de odio, de envidia y de infamia. Condena gravemente los que por medio de la sangre de sus compatriotas abrieron camino a su ambición, mostrando que son estos los peores y los que más fácilmente al principio se visten por adulación de los vicios de los Prí­ncipes y después por costumbre, conservando las torpezas de los predecesores, se revisten de otras nuevas de los sucesores.
Tiene gracia particular en ponderar los vicios, porque entonces no cuenta las circunstancias que los pueden excusar o disminuir, sino las que más los han de agravar; muy al contrario de como hace en las que juzgó él por verdaderas virtudes, que entonces refiere todo aquello que ha de llenar el ánimo de alegrí­a y la boca de alabanzas. 
Lo que yo estimo grandemente de este Autor, es que después de haber escrito los vicios y torpezas de uno, o las traiciones y maldades del otro, al cabo nunca los deja sin castigo, mostrando que el Príncipe se sirve de los ingenios de los traidores y facinerosos, como ministros de su tiranía; pero que después los aborrece; porque con su presencia se les representa una triste memoria de sus torpezas; y que por esto luego los escupe de sí­ el Prí­ncipe o quitándoles la vida, por borrar de todo punto el rastro de su crueldad, o guardándoles en algún destierro para otros secretos ministerios de su tiranía, no permitiendo Dios que se escapen sin castigo, con venganza de los agraviados. 
Celebra aquellos, que en los tiempos de las mayores desdichas dieron de su valor ejemplos generosos a la posteridad, mujeres que cortándose las venas de los bracos hicieron compañí­a a sus maridos en la muerte. Madres que siguieron varonilmente a sus hijos en el destierro. Matronas ilustres que carga das de cuidados de varones se despojaron de los vicios femeniles. Infinitos ciudadanos que previnieron el cuchillo del verdugo con sus manos, o como dijo Marcial, que se mataron por no morir. 
Aconseja por los mismos ejemplos a los Prí­ncipes, que muestren siempre aversión de cualquiera acción cruel, aunque sean de ella autores; y que no intenten el remedio de los daños, que fueren desiguales a sus fuerzas; porque no descubran después flaqueza, no pudiendo remediarlos, y que un Prí­ncipe ha de procurar la noticia de todas las cosas, pero que no ha de querer escudriñarlo todo; y que ha de hacer de manera que la benignidad no le disminuya la autoridad, ni la severidad al amor de los súbditos; consultando en las empresas con fortuna y fuerzas más que con su voluntad y que el Príncipe que quisiere gobernar bien no se ha de apartar un punto de los institutos de sus mayores, y que ante todas las cosas ha de procurar apoyar el futuro dominio con la sucesión, por ganar más crédito y veneración en sus vasallos, siendo el número de los hijos fundamentos más firmes para sustentar el Imperio que los ejércitos y armadas, porque sucede que con el tiempo los amigos se acaban, y la fortuna se trueca; pero que la sangre jamás falta, principalmente cerca de los Príncipes, de cuya prosperidad gozan también los extraños; pero que de la adversidad totalmente participan los más cercanos. 
Entre estas pocas rosas de aquellos siglos estériles de verdaderas virtudes, descubre tanta variedad de espinas y abrojos que será muy dificultoso si el lector no se enzarza en ellos. Pinta maravillosamente un retrato de la miseria humana, sin Dios ni Ley. Descubre los engaños y enredos de las cortes, misterios polí­ticos, secretos de Prí­ncipes atrocidades nunca oídas, y las mismas trazas que observaron los autores en ejecutarlas; modos extraños de envenenar y diferencias de veneno, uno rápido, otro lento que asimile a muerte natural; ambición de Prí­ncipes con violencia de todo derecho divino y humano, discordias entre los mismos ciudadanos, vicios de mujeres ilustres, y sus pasiones afoçadas a fuerza de hierro y de veneno, torpezas y pecados nefandos, con nombres nunca oídos; acusaciones falsas, raros sucesos de hombres malvados y esclavos premiados con injuria de los buenos y de sus mismos amos; odios largo tiempo disimulados y en su ocasión con la venganza descubiertos; cuatro Prí­ncipes muertos a cuchillo; muchas conjuraciones y motines, la aflicción de Italia, el incendio de Roma; los cristianos injustamente condenados; la tierra llena de adulterios; el mar cubierto de corsarios, los escollos en sangre teñidos; las ciudades saqueadas por los mismos ciudadanos; los templos profanados; la nobleza, las riquezas, las honras y virtudes castigadas, los vicios y delitos premiados; los falsarios honrados; los espías y acusadores vueltos a la crueldad de los Prí­ncipes; muchos que por no haber tenido enemigos, de los mismos amigos fueron engañados y acusados; Persuade en general, que la industria humana es sola bastante a conseguir próspero fin en cualquier empresa, si no hay falta en prevenir los medios. Finalmente quien leyere este libro, y no fuere sobre sí­, no sé con que violencia secreta, inclinando también la misma naturaleza perderá el horror a la crueldad y el medio al vicio, corriendo más peligro cualquiera ingenio noble, por ser más combatido de estas perturbaciones. De manera que si una vez deja llenar el ánimo de la suspensión y admiración de estos suavísimos simulacros de la Gentilidad en mil maneras corrompidos, vendrá a estimar lo pasado y a despreciar lo presente, confundiendo su imaginación en estas profundísimas tinieblas; de manera que le serí­a dificultoso después abrir los ojos a la luz. 
Propone al principio de sus Anales, como por dechado y espejo de cual quiera Privado, el pérfido Tiberio, impí­o y cruelísimo tirano, ya natural monstruosidad de vida y costumbres, según las pinta este autor, ponderando sus acciones y recibiendo grata complacencia de su modo de gobierno, sin decir del, que era un borracho, como escribe Suetonio, a mi parecer por no desautorizarlo es un bosque tan cerrado, que no aura pincel, ni lengua que acierte a describirlo; porque su condición era negar lo que el propio deseaba, por ser rogado, y parece benigno, mostrando que si condescendí­a, más lo hacía por importunidad del Senado, que por gusto suyo. En la disimulación era tal, que procuraba parecer airado, cuando no lo estatua; muy al contrario de cuando se indignaba, que entonces descubría un ánimo pacifico.
Con los que castigaba, hacía ostentación de piadoso, y con aquellos a quien perdonaba, en el exterior usaba de aspereza. A sus mayores enemigos miraba con semblante afable, y con sus amigos hacía del enojado. De lo que él más se preciaba, era del secreto, por cuya causa hacía precipitar de una torre a los astrólogos que consultaba sus designios, porque después no pudiesen revelarlos. Era en el hablar confuso, por descubrir los ánimos, haciendo crimen de las palabras y semblantes y castigándolos después como delitos granes.
Estas son en suma las propiedades y dotes tan' celebrados de aquel Tiberio, excepto que la crueldad. Este es aquel a quien siguen los polí­ticos, excepto que sus torpezas y pecados nefandos. Aquí­ se cifra todo aquello que el dí­a de hoy falsamente se llama razón de Estado, excepto que la impiedad. Por la horma de este zapato a lo gentil quieren los polí­ticos modernos, que se gobiernen todos los Monarcas y Prí­ncipes del mundo. ¿Hay tal barbaridad? Sin hacer distinción de tiempo, ni de Reyes tiranos o legí­timos, cristianos o Gentiles. ¿Hay mayor ignorancia? 
De la vida y acciones de este tirano, prosigue nuestro Autor narrando los tiempos de extrema crueldad, ambición y torpeza debajo del imperio de Claudio, Nerón y los demás sucesores hasta Domiciano, enseñando en el discurso de su historia una doctrina muy contraria de la que profesa España y nuestros Prí­ncipes y Reyes; de quien dio maravillosamente el P.° Pedro de Ribadeneyra, que teniendo tan felices predecesores a quien imitar no han menester por dechado de gobierno a Tiberio, vicioso y cruel tirano el cual, luego que subió al imperio, según refiere Tácito, la primera atrocidad fue la muerte desastrada de Posthumo Agripa, nieto de Augusto, a quien Tiberio sucedió en el Imperio por engaños y trazas de su madre Livia. De donde los polí­ticos y Maquiavelo principalmente, sacan esta proposición pestilencial que cualquiera Prí­ncipe nuevo en mando y poder ante todas cosas ha de procurar quitarse de delante los émulos o parientes de su predecesor de quien pueden tener algún recelo; como también lo hizo Nerón, cuando dio veneno a Británico, hijo de su predecesor Claudio; y cuando mató a su misma madre Agripina, que lo amenazaba con Británico y como la misma Agripina había hecho antes, al principio del Imperio de su hijo, con Gneyo Sillano, recelándose del, que no quisiese vengar la muerte de su hermano Lucio Sillano, a quien ella misma había trazado la muerte; y así­ como Otón mató a Galba; y Vitellio no se tuvo por seguro hasta que entendió que Vitellio se había dado de puñaladas; ni Vespiano se pudo quietar hasta que fue muerto Vitellio y su hijo pequeño, por desarraigar de todo punto cualquiera semilla de guerra. 
Muestra este autor, por las acciones de Tiberio, que un Prí­ncipe nuevo ha de castigar con rigor y crueldad las culpas leves por prevenir el temor de los delitos grandes, como hizo Tiberio con Labeón y con Cremucio Codio, y con un tal Falonio, y con Viszia, mujer vieja y principal; el uno porque habí­a consultado los Astrólogos sobre si llegarí­a a tener tanto dinero que pudiese cubrir con él todo el camino que ay de Roma a Brindis, y que es de más de cien leguas; el otro porque en ciertas obras que había sacado a la luz después de haber alabado a Cassio habí­a dicho, que Bruto fue el último de los Romanos; y a Codio, porque juntamente con la venta de un jardí­n había vendido la estatua de Augusto, aunque con este usó de misericordia, habiendo condenado y castigado a Viszia porque había llorado la muerte de su hijo, a quien había muerto Tiberio. 
Dice, que como la mujer que una vez pierde la honestidad, está dispuesta a cometer cualquier maldad, Seyano, habiendo antes prevenido el divorcio de su mujer Apicata, por quitar toda sospecha de celos a Livia, mujer de Druso, único hijo de Tiberio, con ánimo de apoderarse del Imperio, se mostró de ella enamorado hasta que alcanzado el adulterio y sabiendo de Livia los secretos del marido, acordó no perder más tiempo en dar veneno a Druso, prometiendo a Livia el matrimonio por asegurarla y posponiendo ella de buena gana la nobleza de sus pasados, el parentesco de Augusto, el ser nuera de Tiberio y sus mismos hijos a un presente gusto, a un vil adulterio y a unas esperanzas ciertas, otras dudosas y infames. 
Cuenta que siendo la ocasión y el tiempo los mejores ministros de cualesquiera empresa, Narciso se valió de la ausencia de Claudio, para descubrirle por medio de sus concubinas, a quien primero obligó con dádivas y promesas, los adulterios de Mesalina, su mujer, con fin que el Emperador la matase temiendo Narciso que no pasasen adelante los amores con Silio, y que ella matase primero al marido y el perdiese la privanza de Claudio, el cual por estar enamorado de la mujer y ser fácil de condición, no era buena ocasión, cuando Claudio se hallaba en Roma. Y así­ se valió del tiempo en que estaba en Hostia, agravándole el peligro que corrí­a su persona y que convenía prevenir a su seguridad, hasta que el mismo Narciso fingiendo que era orden del emperador, mandó matar a Mesalina. 
Escribe las circunstancias que previno Nerón cuando dio veneno a Británico y dice que impaciente porque no le había hecho operación cierto tóxico que antes le había dado, por ser lento, le dio otro tan eficaz y violento (habiendo hecho antes la prueba) que en un instante le hizo perder la voz y el espí­ritu usando de esta traza; Comí­a Británico en una mesa a parte de la del emperador, con otros mancebos nobles de su edad y era costumbre hacerle la salva en lo que comí­a y bebía, pues por no dar alguna nota haciendo novedad o por que el copero no cayese también muerto y se descubriese el engaño, concertó Nerón, que cuando Británico pidiese de beber, se le trajese el vino aposta tan caliente, que no lo quisiese y que en este que no tení­a veneno se le hiciese la salva, pero que al punto que lo recusase le refrescasen la bebida con agua frí­a, donde estatua ya el veneno preparado. 
Enseña como el veneno rápido de la manera que es inevitable a quien le toma así­ es peligroso a quien le da y que por evitar este inconveniente Seyano, con fin de matar a todos los sucesores de Tiberio, comenzó por Druso a quien dio un tóxico, que fuese obrando poco a poco, porque su muerte pareciese natural y el cuitarse juntamente el peligro y la sospecha. 
Muestra que las resoluciones prestas son saludables a los que en sus conciencias se hallan inocentes, pero que en las maldades y traiciones el único remedio es el atrevimiento, como aconsejaba Silio a Mesalina, persuadiéndola que matase al emperador, su marido, porque no llegase a saber el adulterio y los castigase; y según hizo Agripina, cuando mató a su marido Claudio, que temiendo que no la castigase por sus amores con Palante liberto le preparó un veneno de tal propiedad, que fuese obrando poco a poco, pero que desde luego lo privase del entendimiento, porque sintiéndose Claudio avenenado (sic) y estando en su juicio no se vengase y revocase el testamento, en que dejaba a Nerón el Imperio y nombrase a su hijo Británico por heredero. 
Y de la manera que Macrón, hombre atrevido y resoluto mandó a los de la Cámara de Tiberio estando enfermo, que entrasen dentro y echase sobre aquel viejo tanta ropa, que lo ahogasen, corriendo antes la voz, que Tiberio había cobrado la habla y que podía de comer, creyendo todos por un desmayo que le sobrevino, que era muerto y siendo Cayo César aclamado Emperador, y estando temeroso de caer del más alto grado en un profundo despeñadero. 
Muestra que el Prí­ncipe en el exterior ha de dar algún color de inocencia por encubrir su maldad, como hizo Tiberio, que habiendo sido el Autor de la muerte de Posthumo Agripa, dio a entender, que él no sabí­a; nada y que había sido orden de Augusto. Y según hizo Nerón, que ardiendo en los amores de Popea y queriendo quitarse de delante a su mujer Octavia, traza que injustamente siendo honesta fuese acusada de adulterio, pidiendo encarecidamente con ruegos y amenazas a Aniceto, que como había muerto a su madre Agripina le quitarse también de su presencia a Octavia, y que no era menester cuchillo ni veneno, sino que él confesase que había cometido adulterio con ella. 
Y con este fin Nerón aprobó la traza de la nave, en que había de ir su madre a ciertas fiestas, para que su muerte se atribuyese al mar y a los vientos y no a su crueldad. 
De qué manera un Prí­ncipe ha de dar orden a sus ministros que le han de servir en sus designios, para, que después no se descubra, que ellos fueron los autores de la maldad que ejecutaron por terceras personas. Enseña el ejemplo de la muerte de Germánico, porque habiéndola deseado Tiberio grandemente por envidia y recelo que tení­a de su fama y victorias, escogió a Cneo Pisón, hombre arrogante y enemigo de Germánico, para que le reprimiese el orgullo, muriendo Germánico con sospecha de veneno, y quedando Tiberio servido sin haberle dado a Pisón tal orden expresa, purgándose después de la nota del vulgo, en dejar al Senado que condenase a Pisón por la muerte de Germánico. 
Muestra que un Prí­ncipe ha de deliberar en la paz y gobierno civil según su voluntad, sin valerse de la prudencia ajenas y sin remitir al Consejo todos los negocios, como hacía Tiberio, que por sí­ mismo se gobernaba diciendo Tácito, en persona de Salustio Crispo, secretario de Tiberio, que el Prí­ncipe no ha de debilitar la fuerza del Principado, dando razón de todo al Consejo, siendo tal la naturaleza y condición del imperio, que no sufre dar cuenta más de uno solo. Y esta opinión perjudicial es de Maquiavelo.
Enseña que a las personas nobles, el Prí­ncipe no ha de quitar la vida en público, sino en secreto, como Tiberio con Dniso, hijo de Germánico, que negándole la comida nueve dí­as, el mancebo vino a perecer de hambre, mordiendo de la lana de un colchón. O que cuando hubiere de castigar a alguna persona principal, la procure asegurar con alguna merced y favor, como hizo Tiberio a Libón, que teniendo ánimo de matarlo, lo convidó a comer, y disimuló con él en el semblante y las palabras. Y que cuando le haya de sacar en público, sea en ocasión que el Pueblo está divertido en otros ejercicios, por evitar cualquiera alboroto, como hizo Nerón con Barca Sorano, persona de gran autoridad, que determinó para. degollarlo, tiempo y ocasión, cuando vení­a a Roma por la investidura de la Armenia el Rey Tiridades, porque están do la ciudad ocupada en ver la entrada de este Rey, no se alborotase con la muerte de Sorano.
Persuade que el Prí­ncipe ha de procurar parecer muy observante en las leyes y que cuando quiera ejecutar alguna maldad contra todo derecho divino y humano, las ha de interpretar a su modo, buscando trazas conque las salve, a lo menos en el exterior, según hacía Tiberio en sus acciones, mostrando ser muy justificado. Como en la causa de Libón, que no pudiendo examinase contra el patrón los esclavos, hizo que el fisco los comprase, para que sin contradicción de las leyes se pudiesen poner a cuestión de tormento. Y como sucedió también en la muerte de una doncella, que siendo prohibido por la Ley, que ninguna virgen pudiese ser justiciada, a la hija de Seyano, siendo pequeña, el verdugo la estupró primero y después la hecho el lazo al cuello.
Enseña que como el Prí­ncipe ha de tener la mira en la fama, ha de procurar tal sucesor, que de la comparación le resulte gloria; como hizo Augusto, que conociendo las costumbres perversas de Tiberio y las virtudes de Germánico y la sencillez de Póstumo Agripa, antepuso a Tiberio a su mismo nieto y a su yerno.
En la persona de Tiberio enseña este autor la proposición de Maquiavelo, que en un Prí­ncipe no son necesarias las virtudes de piedad, de fe, humanidad e integridad, antes, que usar de ellas un Príncipe nuevo le hará daño, siendo fuerza de Imperio obrar con toda verdad, claridad y religión. Y que un Prí­ncipe ha de fomentar las espías, y ministros de su crueldad, para tener a freno la nobleza como hacía Nerón, que castigaba injustamente infinitos nobles por causas muy leves, y en particular a Peto Thrasca, a quien imponí­an por crimen, los acusadores, que tratándose en Senado de condenar a Agripina, madre del mismo Nerón, él se había salido del Senado; y que en las fiestas de los juegos juvenales, que celebraba Nerón, no había mostrado alegrí­a en el semblante; y que siendo acusado un tal Antistio Pretor, porque había compuesto ciertos versos contra Nerón, Thrasca, había juzgado que se aliviase la pena; y que en las exequias de Popea, mujer de Nerón, a quien el Senado honraba como diosa (habiendo sido deshonesta) no se había hallado presente y que cuando se renovaba el juramento del Prí­ncipe Thrasca nunca asistía en aquella acción, y finalmente que jamás había hecho plegarias por la salud del Prí­ncipe de manera que el varón ilustre siendo condenado por el Senado se cortó las venas de los brazos por huir las manos del verdugo; y porque su testamento fuese válido y se le pudiese hacer la pompa funeral, y sus bienes no fuesen confiscados, premios que se habían introducido en aquellos tiempos para los que por su mano se mataban sin nota de la crueldad del Prí­ncipe. 
Enseña, que los sucesores no han de publicar la muerte de sus predecesores antes de haber hecho la prevención, según pide la ocasión, como hizo Livia en la muerte de Augusto que, cerrando las calles y puertas divulgaba alegres nuevas de la mejorí­a de Augusto hasta que Tiberio llegó a Mola y la misma voz publicó la muerte de Augusto y que Tiberio era absoluto señor, no sin sospecha que Livia había dado veneno a Augusto, por temor que no mudase su voluntad corriendo voz que Augusto se había enternecido muchos con su nieto Posthumo Agripa, creyéndose que el mancebo volvería a casa del abuelo, y que le dejaría por heredero. Y de la manera que hizo Agripina, que en cubriendo la muerte de Claudio, su marido, a quien había dado veneno, detení­a a Británico estando con él abrazada, llamándola verdadero retrato de su padre, y llorando con él hasta que Nerón salió en público y fue aclamado Emperador, esperando Agripina a los 13 de octubre y a la hora del medio dí­a, que era la que los astrólogos habí­an señalado a su hijo por felicísima. Pinta las trazas que usó Popea para enamorar a Nerón. Persuade con el ejemplo de Muciano y Antonio Primo, el mejor modo para derribar a un émulo, alabándolo en público, para descuidarlo y criminándole en secreto; como también hizo Tiberio, que celebrando en el Senado las proezas de Germánico le preparaba en secreto la muerte. 
Cómo se ha de ingeniar los que siguen el favor del Príncipe, para ganarle la voluntad, muestra Aniceto, esclavo de Nerón, que viniendo Egirio a dar aviso al hijo, de parte de la madre, que se hallaba buena, y salva del peligro de nave, Aniceto hizo echadizo a las rodillas de Egino un puñal dando gritos que vení­a a matar al hijo; con que Nerón trató en el Senado de condenar a Agripina por tela de juicio. 
Muestra como es necesaria en los inferiores la disimulación de los agravios de los Prí­ncipes, como juzgó Agrippina, que conociendo el engaño del hijo armado en aquella nave, escogió por único remedio la disimulación. Y la manera que hizo Octavia, que viendo a sus ojos y a la mesa muerto su hermano Británico, ella disimuló y se quietó diciendo Nerón que era mal de corazón, y que poco a poco Británico volvería en sí­. 
Enseña en la persona de Tiberio, que un Prí­ncipe ha de sembrar la ciudad donde reside, de odios, enemistades y disidencias, premiando los espías y noveleros, porque no haya amistades, ni parcialidades secretas, sino que cada uno viva con recato del amigo y enemigo. Y como el astuto cortesano ha de usar de la inclinación del Príncipe, para derribar a su émulo enseña Agripina, que se valió del temor de Claudio, su marido, para acusar y matar a Narciso, su enemigo; y que lo primero que se ha de procurar es quitar a los émulos las amistades, que lo han de apoyar y defender, como hizo Nerón que, queriendo matar a su madre, le quitó antes a Palante y que para arruinar a uno, no hay mejor medio que imputarle que ha murmurado de algunos vicios del Prí­ncipe, porque como sean ciertos se creerá fácilmente que ha hablado de ellos; y que uno no hará suerte jamás, sino procurando desunir a dos, que estuvieren conformes, y fuesen poderosos, con fin de hacerse después de la parte de uno de ellos, como hizo Seyano, que sembró odio y disidencia entre los dos hermanos Druso y Nerón, mostrándose después de la parte de Nerón. 
Muestra que la adulación ha de ser extraordinaria, como hizo el Senado con Livia, llamándola madre de la patria, y al nombre de Tiberio se añadiese hijo de Livia que aunque es verdad que escribe esta y otras cosas como tachándolas, parece que su fin es ponerlas para imitar. 
Dice que todo castigo ejemplar ha de tener algo de iniquidad, pero que ésta redundando en daño de pocos se recompensa con el provecho común. Y que si bien la competencia con los más poderosos es peligrosa, no deja de tener recompensa en la fama, como sucedió a Pisón, cuando llamó a Vigulania que compareciese en Senado, siendo persona rica, principal y grande amiga de Livia, madre del Emperador. 
Cuenta la obscenidad de Nerón y, cómo vestido de mujer, se casó con Pitágoras, celebrando las ceremonias del matrimonio con las circunstancias que es dado a los casados, haciendo los gestos y actos de dí­a, que la noche encubre en las mujeres; y cuenta que determinado Nerón de dar veneno a Británico, primero cometió con él pecado nefando por hacer burla de él. Enseña que las maldades se comienzan en peligro pero que se acaban con premio y que así­ Seyano, con promesas, indujo a Lydo a servir a Druso en la copa, y era favorecido suyo por la edad y costumbres, a que le diese veneno y que para obligarlo a la diligencia y al secreto, cometió primero con Lydo el pecado nefando. Refiere los pecados de sodomí­a de Tiberio cuando estando ausente de Roma, los amores de Nerón con Acte, su esclava, la muerte de Sexto Papinio solicitado de la madre al incesto; los estupros de Cotta Mesalino con sus hermanos. Enseña que, cuando uno quiere derribar a otro de la gracia del Prí­ncipe, ha de procurar por medio eficaz la disidencia, como hizo Seyano, que dio a Tiberio que Agripina se recelaba del que la querí­a dar veneno; por donde Tiberio un dí­a a la mesa, queriendo hacer la prueba del ánimo de Agripina le dio una manzana y ella no la quiso tomar.
De los ejemplos de este libro nacen aquellas cuestiones, si es lí­cito a un particular matar al Prí­ncipe tirano. Si el Prí­ncipe se puede servir de la vida de sus vasallos; o si es lí­cito al Prí­ncipe mudar la moneda; o si puede uno matarse en medio de los trabajos por evitar la deshonra y otros daños estando cierto que ha de morir. 
Muestra cómo los hombres viles vienen a hacerse célebres y temidos, imitando a Hispon, que siendo mendigo y revoltoso, haciendo en secreto la espía y anisando a los varones más ilustres, siguiendo la inclinación y crueldad del Prí­ncipe, vino a ser amado de uno y aborrecido de todos. Y que cuando uno quiere ganar la gracia de otro, lo que ha de hacer es mostrarse enemigo de aquel a quien aborrece la persona que quiere granjear, imponiéndole crí­menes y testimonios; como hizo Tito Laclar con Tito Sabino, enemigo de Seyano, que fingiéndose su amigo murmurando en secreto con él de Seyano, un dí­a lo llevó a su casa y teniendo los testigos escondidos le puso en la materia y Sabino comenzó a murmurar y maldecir a Seyano, y después Laclar lo acusó y siendo condenado Sabino, Laclar alcanzó la gracia de Seyano, í­ntimo favorecido de Tiberio. 
Esto es en suma lo que he podido acordarme de este Autor, y si no tuviese más documentos inventados de la crueldad y torpeza de lo que he contado, poco daño podí­a causar en la juventud, de la manera que el rocí­o de una mañana no es bastante a dar vigor, ni a hacer crecer una planta; pero la continuación de la lectura y la misma costumbre de leer tantos vicios y las trazas que inventaron los autores de que está llena esta arte de Polí­tica, quien negará, que no sea un camino abierto para los mismos viciosos, como afirma S. Basilio, el Magno. Pues de estos ejemplos varios y copiosos, más poderosos, a persuadir que las palabras, se sacan los preceptos perniciosos, con que se entreteje la Polí­tica, y se enciende aquel fuego, que arde en Flandes, Escocia, Francia y Italia, y que con lágrimas de sangre temí­a que no se emprendiese en España aquel varón prudentísimo y religiosísimo, el P. Pedro de Riba de Neyra, con la experiencia de los que había causado por estas partes. Pues qué dirí­a si viese imprimir en lenguaje de niños, y de doncellas el arte de Política, al Prí­ncipe del Athaisterio, de quien él tanto blasfemó en la institución del Prí­ncipe Cristiano. Qué dirí­a si viese sembrar sus proposiciones en nuestra Lengua materna, para que cada uno pudiese beber de estas aguas inficionadas a discreción a la edad, y medida del afecto. La autoridad sola de un varón tan santo y prudente, me basta a mí­ para no tratar de imprimir mi traducción y esta es suficiente, para pensar que no conviene jamás sacarla a luz, ni aun permitir, cuando se imprima en otra parte o en algún reino extranjero, que no se divulgue en España, cuando la experiencia de cada dí­a no mostrase la inclinación que los hombres tienen a esta doctrina Gentil y los autores que escriben continuamente sobre ella, con perjuicio notable del Cristianismo, habiendo infinitos que viéndose ganados de la costumbre de pecar y desesperados de salir del laberinto en que ellos mismos se metieron, falsamente, se persuaden lo que ellos querí­an, y es que no hay Dios a quien amar y temer, sino que conviene según congruencia de intereses propios gobernarse, sacando de estos libros, de los libros del Paganismo, ciertas proposiciones que concuerdan con sus costumbres, guardándolas como leyes inviolables, sólo por que mandan, que no se ha de raperar en derecho divino ni humano, cuando lo pide la necesidad de conservación y acrecentamiento de Estado. Y por no hacer largos discursos, me dirá alguno, ¿qué? ¿este libro no anda impreso en Italiano? ¿En Francia no corre traducido en aquella lengua vulgar? Concedo de buena gana que sí­, pero pregunto: ¿Italia, qué tiene más que perder en arazón de Política? ¿Francia qué exemplos nos ha dado que imitar? ¿En qué parte de Italia imprimió Gurgio Dati Florentino la primera traducción? En Venecia. ¿Quién fue el autor que publicó en Francia la primera traducción? No quiso jamás decir su nombre. ¿Qué principios ha tenido Francia en sus herejías? La polí­tica. ¿Por qué no se destierra o al menos se intenta? Por la polí­tica. ¿Qué ha hecho a Venecia negar algunas veces la obediencia al Papa? ¿Y desterrar de aquel Estado las Religiones? La polí­tica. Este autor es principal maestro de ella. 
Este libro es el arte que la enseña. Con los mismos exemplos de estos documentos procede la interposición de respectos humanos entre Dios y el hombre, y el modo de desunir lo justo de lo honesto, con una fingida apariencia de bien. 
¿Contiene pues, que ande impreso en Español y que cada uno lo lea, y se aproveche del en su necesidad? Lipsio dio que, para su polí­tica. Tácito sólo le había llenado las medias más que todos los otros autores juntos, y los preceptos que él sacó fueron saludables por ser buen cristiano. Pero Maquiavelo, La Nue, Plesis, Moreno y el Bodino, ¿qué doctrina han sacado de este autor y de la Polí­tica?; el uno, que no son necesarias virtudes en un Prí­ncipe, sino la apariencia de ellas; y el otro, que un Prí­ncipe nuevo ante todas cosas se ha de ingeniar por quitarse de delante a su émulo donde topare, ora sea derecho divino, ora humano; el otro, que es licito mentir por el bien común, según doctrina de Pitágoras y Jenofonte; otro que, para conservación de las cosas de Francia conviene permitir herejes y católicos, todos revueltos; otro, que la Monarquí­a Eclesiástica irí­a mejor por sucesión que por elección. 
Y, finalmente, el Bodino dice, como refiere el Cardenal Posseuino, que juzgarí­a a Cornelio Tácito por impí­o si por defender su Religión no hubiese escrito contra la nuestra. 
Mucho se ofrecí­a en razón de esto, pero no podría dejar de decir, que el medio más único, para destruir un Reino, [es] asombrarlo de vicios, y sectas extranjeras. Y esta verdad aun los mismos Gentiles la alcanzaron, por donde Mecenas aconsejaba a Augusto, que desterrase de Roma los autores de Religiones peregrinas. Y Suetonio dice, que Augusto cuando necesitaba de algunos documentos antiguos hacía traducir de Griego en Latí­n solamente aquellos exemplos que le habí­an de ser provechosos en público y en secreto. Y el mismo Augusto desterró a Ovidio en la isla de Ponto por el daño que había hecho en su libro De arte amandi, en la honestidad de Roma, y principal mente en sus hijos; y sabe Dios, si nuestro Autor ha sido la ruina de muchos con sus tretas de esgrimidor; y principalmente de aquel Secretario de Estado, que se comparó a Pisón, más pagado de un ingenio, que Ícaro de SUS plumas, y era. Pues la Polí­tica es ya secta de por sí­, está desacuerda con malicia de propios afectos los ánimos unidos con sinceridad y claridad; porque procediendo el acto de la Religión, como procede de los más intimo del ánimo, la Polí­tica que tiene su asiento y morada en el lugar más escondido de la disimulación, es el enemigo más fuerte que la puede echar de su asiento y destruir. Porque no admitiendo nuestra Santa Fe rastro de iniquidad,1a polí­tica permite cualquier maldad, y arranca del ánimo Chistiano todas las virtudes, como dice el P. Pedro de Riba de Neyra, llamándola secta infernal.
Por evitar estos daños con gravísimas penas, y censuras el í­ndice de los libros prohibidos por el sacre Concilio de Trento, divulgado de la feliz memoria de Pí­o V. y después de Sixto V. y, últimamente, de Clemente VIII en el § de correctiones Librorum, dice así­: 
í­tem quae ex Gentilium placitis,moribus, exemplis tyrannicam Politicam poneut quam falso vocant Rátionem,, status, ab Euangélioa, et Christiana Lege obhrrentem deleant. 
Y el motivo de este santo decreto fue, como dice Pí­o V, en el epí­logo del dicho í­ndice, por que los imprudentes, y simples no se engañen y escojan las tinieblas por la luz, y lo malo por lo bueno. De aquí­ los PP. de la Compañí­a de Jesús, en sus Constituciones, en el cap. 14 de libris qui per legendi sunt, santamente dicen: 
nec illi libri sunt attingendi, quorum doctrina, vel authores suspecti sunt. Y más baxo Quod attinet ad libros humaniorum literarum in vniuersitatibus quoque quemadmodum in Collegiis, quo ad eins fieri poterit ab eis juuentuti caueatur per legendis in quibus sit aliquid, quod bonis moribus nocesse queat. Y la declaración a este cap. dize. Si alliquid omnino purgari non peturunt, qdm, Térenesn, potius non legetur, ne rerum qualitas animorum puritatem ostendat. 
Pues consultando ahora con la prudencia civil, pregunto ¿un libro que trata de secretos de Príncipes y gobierno de Estado, por ventura conviene que sea común al vulgo, ¿ que como dio Lactancio Firmanio, aun sabiendo cuanto conviene, a las veces sabe más de lo que había necesidad. No por cierto, porque es género de la intemperancia, como dice Séneca, saber más de lo que basta, y Plutarco en su Polí­tica enseña, que a un ciudadano particular no es dado escudriñar en curiosidad los secretos con que gobiernan los Prí­ncipes y Magistrados; y Simplicio afirma que entonces una ciudad será felicísima, donde con utilidad pública cada uno atiende a su ministerio, y no es curiosos en el de los otros, por donde la ciudad de Roma en esta parte es desdichada, porque así­ lo quieren hablar de gobierno los oficiales mecánicos, como los consejeros, naciendo este inconveniente de los libros latinos que vulgarmente andan traducidos. Y a mi parecer. Tiberio permití­a que continuasen en su cargo muchos años los Virreyes y Adelantados, porque muchos no alcanzasen los secretos de Estado, siendo él en esta parte muy cerrado, aun que nuestro Autor alegue otras razones. San Agustí­n alaba a Pitágoras, porque no consentí­a a sus discí­pulos el arte de gobierno sino cuando eran ya maduros en la edad y experimentados en todo género de virtudes, y por ser esta una ciencia de ciencia, como dijeron S. Gregorio Nazianzeno y S. Juan Crisóstomo, corriendo gran peligro los mancebos en la elección, por donde Plutarco refiere que Demóstenes decía, que si a los mancebos se les ofrecí­an dos caminos, uno del bien público y otro de la destrucción, aunque fuesen manifiestos, escogí­an siempre lo peor, como sucedió a Rhoboan con el consejo de los mancebos, habiendo despreciado el parecer de los más ancianos. Con esto me persuado (salvo el mejor juicio de los que leerán este discurso) que este libro no es para imprimir en Español, ni para el vulgo, sino que traducido y escrito a mano, para quien fuere dificultoso en su original, es digno de un Mecenas o de aquel grande Alejandro, el cual alcanzando este secreto escribió a su maestro Aristóteles, quedándose porque había publicado la Ética y la Polí­tica, que había enseñado, diciendo: ¿en qué vendrá a ser un Prí­ncipe superior a los otros, si unas mismas ciencias son comunes a todos? Afirmando el mismo Alejandro que más preciaba. aventajar a los demás en ciencia y disciplina, que en mando y poder; a cuya carta respondió Aristóteles que no pasase pena, por él había prevenido este inconveniente, y que le asegurara, que dejaban aquellos libros tan cerrados para el vulgo como antes, cosa que también parece que previno el mismo Cornelio Tácito con la obscuridad y brevedad con que escribió, diciendo que divulgados los secretos del Imperio, se disminuye la fuerza del poder. Esto me ha ocurrido como de paso cerca de los motivos que me han quitado la gana de imprimir mi traducción, principalmente que no habiendo en Español otro libro como este tan perjudicial, no he querido ser el primero y en esto pienso haber hecho mayor servicio a mi nación de lo que por ventura será agradecido, esperando sólo el premio de quien remunera ciento por uno, remitiéndome en todo a la corrección de la Santa Madre Iglesia, etc. 
En una hoja adjunta a las que hemos transcrito, después de decir que se trata de un borrador enviado con rapidez por indicación del Padre asistente, y de rogar que por ser tal borrador y no otra cosa no se permita leer a otras personas sino a aquel a quien directamente se le manda, con objeto de que vea lo que conviene respecto del asunto, se dice que el autor de la anterior censura es D. Pedro Ponce de León, si bien advierte que al principio del tí­tulo de la censura que debí­a ser la original y a la que se daba el tí­tulo de borrador, estaba aquel nombre tachado.


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El documento transcrito, lo ha sido del original que se conserva en la Sección de Manuscritos de nuestra Biblioteca Nacional. Fue publicado por primera vez hace más de un siglo en el Seminario Erudito de Valladares de Sotomayor, por lo que nos hemos decidido a imprimirle de nuevo.

Enrique Tierno Galván*





*Texto extraído de
"El tacitismo en las doctrinas políticas 
del Siglo de Oro español", 
Anales de la Universidad de Murcia,
curso 1947-48, pp. 895-988. 


(Actualizado por Servando Gotor)


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